El miedo es aplastante; el aire que se respira, sofocante. En los mismos rincones oscuros y olvidados, donde se han encontrado siempre, buscan una rendija a través de la cual puedan gritar. Una de ellas lleva días pidiendo a la comandante que la deje ir a ver al médico; otra, se limpia con movimientos débiles el sudor frío de la frente que lleva tres noches corriendo sin parar; varias carraspean y tosen en armonía funesta.
Dentro de los contextos más normales y cotidianos se hace un esfuerzo sobrehumano para levantar la voz y obligar a escuchar a aquellos que están acostumbrados a ignorar. En los tiempos que vivimos ahora, esta tarea ha sido aún más ardua, pues con cada día que transcurre dentro de esta adversidad se vuelve más difícil voltear a ver a una de las poblaciones más vulnerables: las mujeres privadas de libertad.
Como si esa circunstancia no fuera suficiente para nulificar a las mujeres por completo, durante una pandemia de talla mundial no hay lugar para ellas, no son prioridad para ninguna autoridad ni figuran como beneficiarias de los programas de prevención y atención. Esta invisibilización naturalmente se refleja en las cifras y datos oficiales.
Mientras tanto, en esos espacios hacinados y poco salubres el riesgo de contagio es alto y es conocido por todas: el miedo, la angustia y la ansiedad son inevitables porque saben que, si una se enferma, las otras seguirán el mismo camino.
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