. Aprecio sus formas y sus instituciones, entre ellas la consulta popular para resolver problemas relevantes. Por supuesto, no me refiero a consultas ilegítimas y desordenadas, a trompa y talega, con asambleas predispuestas, fraguadas para satisfacer pasiones. No faltan ejemplos. ¿Conoce alguno, amigo lector?
Se planteó la iniciativa —espada vengadora que se esgrime contra el pasado, pero quebranta el futuro— de someter a consulta la justicia. ¡Nada menos! Quien inició este proceso arrojó la piedra y hoy esconde la mano tras otras iniciativas obsecuentes.
Se pretende una consulta pública, cuyos resultados ya festejan sus promotores, para saber si se debe aplicar la ley a ciertos exfuncionarios. Diga usted: “sí” o “no”. En los términos en que se plantea, esa consulta recuerda las prácticas medievales de la “inquisición general”: vayamos a todos los caminos, busquemos culpables y encendamos las hogueras. Quienes lo proponen, olvidan cuáles son los temas que pueden someterse a consulta.
Por fortuna hay normas que prevén los términos de un procedimiento penal y se cuenta con un órgano facultado para realizar investigaciones de este carácter, que no se sujeta a clamores desbordantes y pretensiones electorales de un caudillo al que se le mueve el piso. Aquellas normas constan en la Constitución y ese órgano goza de autonomía.
Pero además existe una firme esperanza: la recta actuación de los magistrados de la República. Estarán llamados a resistir los amagos del poder, como los famosos jueces de Berlín, baluarte del justiciable frente al asedio del emperador. Para eso son los ministros que comparten con el Ejecutivo la gran Plaza de la Constitución.