El 7 de enero de 2020 murió Ignacio, Nacho, Toscano Jarquín. No sabía estar quieto; por eso, creo, apuró su partida. Lo hizo con esa serenidad suya, sin dramas. No era un ser convencional, ni quería despedidas así. El cáncer alcanzó su páncreas. Le echábamos porras los amigos. Yo pensaba: es gato con siete vidas. Y todavía te quedan tres, Nachito, le dije. Pero esta vez ya no pudo; tal vez, ahora sí, se cansó.
Cruzábamos la ciudad para llegar a la UAM-I, sembrada entre pastizales y vacas. Al año, esa Unidad se alzó como la más activa. Conquistábamos notas en los diarios; se inauguraba el Teatro del Fuego Nuevo y Arnold Belkin pintaba sus murales en el recinto. Nacho dejó la UAM-I en 1984 para ocupar la subdirección de Ópera, de Bellas Artes. Villoro fue a Berlín, como agregado cultural. El grupo, poco a poco, se retiró de ese polo cultural. Pero no de la amistad de Nacho. Él sabía alimentarla a distancia, mientras conquistaba proyectos con nuevos amigos.
Para ese Palacio, Ignacio creó temerarias obras. Invitó al cineasta Werner Schroeter a montar y dirigir la ópera Salomé, que Richard Strauss estrenó en 1905, y fue un escándalo. En los años noventa, volvió a serlo. Pero Nacho no cejaba: abría el espacio a la ópera en español escrita por mexicanos, y a más.
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