Las palabras están siempre queriendo significar algo distinto. No es sólo que los escritores y los poetas, sobre todo los poetas, las obliguen a decir otra cosa de lo que siempre han dicho, sino que ellas mismas se bifurcan, alteran sus significados, y, aprovechándose de los descuidos de la conciencia, se cuelan en ella cuando la agarran cansada y desprevenida, particularmente cuando utilizan los exasperados túneles del insomnio.
En mi niñez nadie podía convencerme de que el abdomen era la cavidad del tronco humano entre el tórax y la pelvis, sino el abominable Abdomen, un monstruo entre hombre y animal, es decir, abdominado, de espantosos labios colgantes y babosos, que acechaba a la salida de las escuelas disfrazado de vendedor de helados para violar niñas y niños: era, por supuesto, el Abdominable Hombre de las Nieves.
Te recomendamos: Retorno a la inociencia Todos sabemos que el desvelarse provoca una artera alquimia trastocadora del cerebro. Entonces las palabras se lanzan a un delirio delincuente y el escritor cree que no se le ocurren más que ideas geniales; desvergonzada ilusión que el alba suele desvanecer.
“Miramos demasiado a la trapecista, ¡oh, ofendiéndola!, fijándonos intensamente en sus piernas mórbidas”.Y de pronto me salió al paso esa ofendiéndola.
Al día siguiente, cuando volví al párrafo ramoniano, el significado de la palabra dejó de estar obturado y tergiversado. Por supuesto: ofendiéndola, no un sustantivo, sino un gerundio de ofender, en modo de enclítico. Enigma aclarado.
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