Casi nadie reconoce la generosidad del que recuerda, del que comparte la añoranza de personas y lugares para preservar una experiencia, el que ilumina las tertulias con una amable invocación. Me atrevería a decir que nadie repara en la dádiva que otorga el que se ocupa de redactar semblanzas de los otros, si vivos, ninguno estima la nobleza del que escribe de los que ya se han ido.
José de la Colina era un generoso evocador. Se ocupó de eternizar lo mismo a Alfonso Reyes, Octavio Paz o José Revueltas, que al completamente olvidado narrador Carlos Valdés o a un remoto cronista de nombre Primitivo Rodríguez Mateos, que nunca publicó un libro, y era iletrado, pero que le contó picantes peripecias de la Revolución.
De la Colina, también, era insobornable con la prosa. Sus cuentos, homenajes, sus variaciones literarias conjugan la armonía de la palabra con la imagen peculiar o la tímida erudición que revela lo profundo; siempre procuró conservar la esencia anecdótica pues, sabía, el sentido de la fábula corre el riesgo de extraviarse en la espesura del lenguaje.
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