En 1974, cuando dos jóvenes idealistas norteamericanos tomaron la decisión excéntrica de pasar su luna de miel en Haití, no se habrían podido imaginar lo que habría de sucederle a este pequeño país caribeño. Bill y Hilary Clinton siempre quisieron hacer de Haití su país consentido.
León Tolstoy decía que todas las familias felices son iguales, pero cada familia infeliz es infeliz a su propia manera. Algo parecido pasa con los Estados: los que funcionan bien tienden a parecerse, pero los fallidos fallan cada uno de su propia manera.
La migración, impulsada por la pobreza y la falta de oportunidades, se ha convertido en un síntoma palpable del desespero de la población. El tráfico ilícito de drogas, armas y personas no hace más que entrelazar a Haití en una red de crimen transnacional que imposibilita el desarrollo económico.
En Haití, la ausencia de un Estado funcional deja a sus ciudadanos clamando por un orden que la comunidad internacional no sabe cómo imponer. En Cuba, se da el extremo opuesto: un Estado omnipresente sofoca cualquier atisbo de dinamismo social o económico. En ambos sitios, la migración surge como la válvula de escape preferida por aquellos que pueden acceder a ella, dejando atrás una población cada vez más desposeída.
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