El anuncio de la suspensión de clases por el covid llegó a Colima un día de marzo; era sábado e iríamos al río. Ese día descubrimos animales primigenios en el agua, parecían trilobites. Me sentía distante, estaba allí y a la vez fuera de todo. Eran la depresión, la derrota, el asco, el punto eterno de suspensión.
Una camioneta anunciaba algo repetidamente y la gente salía de su casa a la misa de una quinceañera. Era otra, me recuerdo y ya no me reconozco así.Conforme todo comenzó a escalar sentí la catástrofe como una repentina calma. Leí en un par de artículos que a mucha gente con ansiedad le había pasado: acostumbrada a vivir al borde, la alarma extrema no me asombraba.
Era un bajón que no me bajoneaba porque vivir en este país es un estallido mental constante. Tuve muy presente que la vida seguía, debíamos hacer que siguiera, no la podíamos pausar y coincidía con un momento que tenía que suceder al interior. Limpiamos, ordenamos, hicimos espacio para lo que llegaría porque trabajábamos en ello y hasta la bugambilia nos acompañó y se pintó de rosa como nunca antes.
Habité la mañana con mi hermana Liz, cada quien en su computadora, y tuve que ponerme un horario laboral por primera vez en mucho tiempo.
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