Recuerdo aquella función de títeres durante mi infancia —¿sería una obra de Molière?—, en un lugar que parecía antiguo, de madera oscura, con su teatrino tan hermoso que me deslumbró y los muñecos vestidos de satines brillantes.
Incluso nos revolvemos en el sillón del cine o en la sala, gritándole que está atrás de él , cuando el personaje ni siquiera nos escucha, igual a aquel títere que daba vueltas y vueltas hasta que recibía el porrazo de satín y la tensión se resolvía en estallido de risas.
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