«Kanye me inspira para ser más yo, expresarme individualmente». Más que inspirar, aquello a todas luces era una imposición. Hace casi una década, Kim Kardashian dijo esa frase con la boca pequeña ante las cámaras de su realitypor aquel entonces en una exitosa séptima temporada, para justificar la evidente metamorfosis de estilo que estaba viviendo tras empezar a salir con Kanye West. No era por cosa de la de Calabasas.
Acompañado por una estilista, los espectadores comprobaron cómo West se metía en la mansión de Kardashian –todavía ni vivían juntos ni estaban casados– para comandar un saqueo implacable a su armario. «Nena, tienes que limpiarlo todo», le decía sin rastro de la alegría y vínculo que pide el método konmari. Lo suyo fue una operación militar.
La secuencia duraba poco más de tres minutos. Suficiente como para comprender que más que redescubrir la «individualidad» de su novia, aquel vídeo pasaría a la historia como práctica prueba 1 de cómo Kanye West lleva una década borrando a sus mujeres.
No puede ser más imbécil porque no entrena.
Deleznable. Lo peor es el momento en que les pone una pistola en la cabeza para obligarlas.
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