A veces —sucede demasiadas veces— un toro le viene grande a un torero; ese trance está en la historia de todas las figuras. Una tarde, en un pueblo perdido, aparece un toro que lo desborda, lo vuelve loco y el torero no da pie con bola. Pero es en una plaza perdida., a la que acudes con la legítima opción de que esta corrida se convierta en un trampolín para tu carrera.
Pero, hete aquí que el toro pasa como un huracán devastador y arrolla allá por donde pasa sin que nadie lo detenga y domine.Jesús Enrique Colombo, que trata de abrirse camino con una tauromaquia bullanguera y tremendista; es un torero atlético, con muchos pies, pero tosco y basto en el manejo de los engaños. Es un especialista en poner banderillas, pero no las pone bien; siempre clava a toro pasado, y su récord lo alcanzó en el sexto, en el que dejó un par prácticamente de lado.lo arrolló con su casta y su fortaleza.
Habría que preguntarse, no obstante, qué hubiera sido en otras manos. No era un toro fácil para la torería andante, más acostumbrada al pastueño, noble y descastado, pero lo tocó a Colombo y le hizo una. Tampoco brilló el venezolano ante el sexto, noble y desfondado, que llegó a voltearlo cuando trataba de descabellarlo después de una insulsa labor.
No deja de asombrarme que este tipo de informaciones los encuadréis en el epígrafe de la cultura.
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