Me gané dos llamadas de atención de Cristina, mi esposa, durante esta larga y dura cuarentena: una cuando yo, obstinado y testarudo como soy, no quería hacer domicilios porque estaba entregado a la pena, y ella me levantó, me puso en mi sitio y me mandó a trabajar.
Y la otra porque yo, que a veces no veo las soluciones, me di cuenta de que mi restaurante estaba fuera de las zonas definidas para “Bogotá a cielo abierto”, y ella me sacudió y me mostró la forma de convertir el lugar en un comedor a cielo abierto. Gracias, Cristina. Escribo esta columna de afán el viernes en la tarde. Ayer abrimos de nuevo mi restaurante después de cinco meses y por fortuna hoy veo a la gente llegar, me dicen “venimos a apoyarlos”, y se me corta la voz de la emoción. ¡Los extrañé tanto! Veo a mi equipo entusiasmado y lleno de energía, de aquí a allá, sin descanso.
Siento el corazón como si fuera el primer día: a nosotros, los cocineros, lo que más nos emociona es servir. Y antes de poner el punto final, porque debo correr a revisar la cocina, a recibir los insumos, a poner orden, a marchar y a saludar de lejos a unos clientes, quiero dedicar esta columna a todos mis colegas, grandes y pequeños, jóvenes y viejos, que hemos resistido con valentía –y mucha decepción– estos tiempos tan duros.
La gente que se come esas porquerías es demente.
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