Cuando hablamos de los restos de nuestros muertos, pensamos en verdad en el destino que nos va a tocar. De los miedos y de las dudas del día en que nosotros mismos seamos sólo “un cuerpo”. O despojos. O como cada uno llame a lo que ya fue.
La idea de la no-existencia es tan dura que, aun si a veces pensamos que no hay nada más allá de esta vida,. Por eso a muchos –me incluyo– nos reconforta ir al cementerio, aunque resulte paradójico. Mis padres están enterrados en Rosario y nunca he dejado de hacer, al menos, una visita por año. A menudo me pregunto por qué. Suponiendo, incluso, que hubiera algo más después de la muerte –tampoco se puede descartar– no estaría debajo de la lápida esa alma, esa energía, presencia o mero recuerdo. Y sin embargo, uno va. Yo voy.
Decía que al hablar de los otros, pensamos en nosotros. ¿Usted ya sabe qué quiere que pase con su cuerpo cuando muera? Yo no. Hay veces que defiendo la idea del entierro tradicional. Es lo usual en la costumbre judía y me tranquiliza que haya un lugar físico con el nombre para no desaparecer tan del todo, por si alguien alguna vez quiere revisar la historia. Y me gustaría que mi tumba esté cerca de la de mi mujer porque es una forma de honrar el amor.
Otras veces, confieso, me da temor la idea del cuerpo desintegrándose bajo tierra. Pienso entonces en la cremación. Está bien, pero las cenizas me dan no sé qué. Ya no son el cuerpo sino algo diferente. Como que el ADN se va a perder –ya sé, se preguntarán para qué lo queremos y no sé responder–. Las cenizas parecen más civilizadas... pero un poco pasteurizadas.
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