¿Puede el joven presidente de Chile reimaginar la izquierda latinoamericana?

Gabriel Boric promete un cambio social radical. En un país de extremos políticos enfrentados, tendrá que vender su visión no solo a sus oponentes sino también a sus aliados.
Gabriel Boric sentado en una silla de oficina.
Gabriel Boric, que tiene treinta y seis años, hizo campaña con un eslogan que suena revolucionario: “Si Chile fue la cuna del neoliberalismo, también será su tumba”.Fotografías de Tomás Munita para The New Yorker

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Febrero en Santiago, la capital de Chile, es como agosto en París: el final del verano, cuando todos los que pueden permitirse unas vacaciones se escapan para un último suspiro de libertad. Muchos santiaguinos se van a las cercanas playas del Pacífico o a los fríos lagos del sur. Tras los dos meses de frenética actividad que siguieron a las elecciones del 19 de diciembre, Gabriel Boric, el presidente electo del país, también planeaba tomarse un descanso.

Durante un asado en un patio, unas semanas antes de su toma de posesión, Boric explicó que él y su pareja se dirigían al archipiélago Juan Fernández, a seiscientos cuarenta kilómetros de la costa. Su destino era la isla donde el marinero escocés Alexander Selkirk fue abandonado en el siglo XVIII, lo que ayudó a inspirar la obra Robinson Crusoe de Daniel Defoe. Boric planeaba nadar y pescar, y también leer una pila de libros: el clásico de Defoe, biografías de presidentes chilenos, una historia de Europa del Este de Timothy Snyder. Pensaba que tenía que ponerse al día en materia de geopolítica, puesto que ya estaba siendo cortejado por las superpotencias.

Tras la victoria de Boric, el presidente de Estados Unidos, Joe Biden lo llamó para felicitarlo e invitarlo a una cumbre de líderes hemisféricos en Los Ángeles. Chile, con sus más de seis mil cuatrocientos kilómetros de costa, es un puesto táctico en América Latina, una región en la que Biden ha intentado, de forma intermitente, aumentar su alcance. El viaje sería complicado para Boric; había ganado el cargo a la cabeza de una coalición de izquierda que incluía al Partido Comunista de Chile, que tiende a considerar a Estados Unidos como un agresor imperialista. Pero, me dijo, la cumbre no era hasta dentro de varios meses, y “Biden me dijo que no necesitaba decirle mi decisión de inmediato”.

La embajada china había entregado, en mano, una carta de Xi Jinping, en la que le recordaba cortésmente a Boric que la República Popular China era el mayor socio comercial de Chile. Chile es el mayor productor mundial de cobre y el segundo de litio; el suministro de baterías y celulares de China depende de este comercio.

Boric también había oído que Vladimir Putin estaba considerando una visita a Argentina, y se preguntó si querría añadir Chile a su itinerario. Hizo una mueca al pensar en ello. Algunos en la izquierda dura de Chile ven a Rusia como un aliado contra la “hegemonía” estadounidense, pero Boric no quería a Putin en su país.

Boric tiene treinta y seis años —un año más que la edad mínima para ser presidente de Chile—, es de complexión robusta, tiene la cara redonda y barbuda y una mata de pelo castaño. Describe estos acontecimientos con un aire de emocionada complicidad; son uno de los momentos más importantes de su vida hasta la fecha. Todavía no era oficialmente presidente, pero le habían dado un carro y guardaespaldas, y el gobierno saliente le daba informes a diario. Había declarado que su gobierno sería feminista, y que su gabinete, por primera vez en América Latina, sería predominantemente femenino; catorce de los veinticuatro ministros serían mujeres, incluidas las ministras de Defensa Nacional y del Interior y Seguridad Pública. Dos ministros eran abiertamente homosexuales. Muchos de los funcionarios de Boric eran jóvenes de izquierda, como él mismo.

Su pareja, Irina Karamanos, también representaba una ruptura con el pasado. De treinta y dos años, de ascendencia griega y alemana, habla cinco idiomas, es licenciada en Antropología y Ciencas de Educación, y está considerada como una líder de la política feminista. Ya había conseguido picar a algunos chilenos al declarar que iba a “reformar” el papel de primera dama, porque no era “ni primera, ni dama”.

El oponente de Boric en las elecciones era José Antonio Kast, un católico ultraconservador con nueve hijos. Admirador del ultraderechista brasileño Jair Bolsonaro, Kast había prometido un gobierno pro-empresarial, de ley y orden, que mantendría fuera a los inmigrantes no deseados y se opondría al aborto y al matrimonio entre personas del mismo sexo. Es hijo de un oficial de la Wehrmacht de Hitler que emigró a Chile después de la guerra y amasó una fortuna vendiendo carnes al estilo bávaro. Haciéndose eco de Donald Trump, Kast instó a los votantes: “atrévete a hacer de Chile un gran país”.

Al final, Boric venció a Kast por doce puntos porcentuales, cosechando el mayor número de votos jamás emitidos para un candidato en Chile. Representó al gobierno más izquierdista desde la malograda presidencia de Salvador Allende, un socialista que ganó el poder en 1970, para ser derrocado tres años después en un sangriento golpe militar, tras el cual el general Augusto Pinochet gobernó como dictador de derecha durante diecisiete años.

Para dirigir la economía, Pinochet trajo a un grupo que se hizo conocido como los Chicago Boys, economistas que habían estudiado en la Universidad de Chicago con los libertarios Milton Friedman y Arnold Harberger. (El hermano mayor de Kast dirigía el banco central de Chile). El país se convirtió en un campo de pruebas para el neoliberalismo latinoamericano, con la desregulación general y la privatización de las empresas, la educación, la salud y las pensiones controladas por el Estado.

Tras el restablecimiento de la democracia, en 1990, los gobiernos de Chile evitaron los extremos. Durante dos décadas, una coalición de centroizquierda conocida como la Concertación mantuvo el poder en una serie de administraciones; durante otros doce años, el control del país se alternó entre la centroderecha y la centroizquierda. Chile se posicionó como un país estable y con movilidad ascendente en medio de vecinos más pobres y volátiles. Pero las políticas económicas instaladas durante el régimen de Pinochet no cambiaron fundamentalmente. Las desigualdades se agravaron.

En 2019, el Informe sobre la Desigualdad Global situaba a Chile cerca de los últimos puestos de su clasificación, entre estados como la República Centroafricana y Mozambique; el uno por ciento de la población del país poseía el veintisiete por ciento de sus ingresos. Ese octubre, todo estalló. Los estudiantes de secundaria salieron a la calle para protestar por la subida de las tarifas del metro impuesta por el gobierno, pero esto solo era un símbolo de frustraciones más profundas. Como decía un eslogan: “No son treinta pesos, son treinta años”. Las protestas se convirtieron en manifestaciones masivas, en las que hasta un millón de chilenos marcharon, exigiendo cambios de todo tipo: fue un episodio a veces catártico, a veces sangriento, conocido como “el estallido social”.

En noviembre de 2019, tras semanas de creciente violencia, los partidos políticos chilenos negociaron un pacto histórico. Bautizado grandilocuentemente como el Acuerdo por la Paz Social y la Nueva Constitución, convocaba a un nuevo proceso constitucional, en el que se escucharía la voz de todos. En la izquierda, el firmante más notable fue Gabriel Boric.

Los esfuerzos de Boric por calmar los disturbios contribuyeron a convertirlo en un candidato viable a la presidencia. Durante su campaña, prometió a los chilenos “una vida mejor”. Crearía un sistema nacional de salud, implementaría pensiones subsidiadas por el gobierno y eliminaría la deuda estudiantil. Aliviaría la pobreza creando medio millón de nuevos puestos de trabajo, y financiaría sus propuestas aumentando los impuestos a las empresas mineras. Adoptó un eslogan que sonaba revolucionario: “Si Chile fue la cuna del neoliberalismo, también será su tumba”.

El día anterior a mi llegada a Chile, Boric había celebrado su cumpleaños con Karamanos y algunos amigos cercanos. Continuaron la noche siguiente, y me uní a ellos mientras bromeaban con vino y piscola, un mejunje de pisco, un licor a base de uva, y Coca-Cola, que provoca mareos. Cada pocos minutos, Boric se levantaba para atender el fuego bajo un asado patagón: un cordero que se cocinaba en una cruz vertical de hierro.

La conversación era en su mayor parte despreocupada, pero se volvía seria cuando se hablaba de los vaivenes de la izquierda chilena. A pesar de que Boric se había erigido en la figura principal, algunos lo vilipendiaban como “amarillo”, por su disposición a dialogar con los adversarios. En la extrema izquierda, ser amarillo equivale a ser un traidor.

Durante el estallido, los extremistas de izquierda habían protagonizado enfrentamientos callejeros diarios con la policía y habían incendiado iglesias y edificios públicos. El gobierno conservador del multimillonario Sebastián Piñera había desplegado policías antidisturbios, que atacaron a los manifestantes, con el resultado de una treintena de muertos; los cañones de gas lacrimógeno y las balas de goma causaron más de trescientas heridas en los ojos, y se extendió el rumor de que los hombres de Piñera apuntaban a los ojos. También se acusó a la policía de violación y otros tipos de abusos sexuales. Un grupo feminista coreografió un baile de protesta, llamado “Un violador en tu camino”, que ha sido interpretado por simpatizantes de todo el mundo.

Los manifestantes adoptaron como emblema un temible perro negro llamado Negro Matapacos, y pronto hubo esténciles de él en edificios por todas partes, junto con grafitis como Paco muerto no viola. Para cuando las protestas se calmaron, en marzo de 2020, los daños resultantes habían costado al país al menos tres mil millones de dólares, y la economía se había ralentizado. Piñera se vio obligado a pedir disculpas por sus políticas y a despedir a varios ministros del gabinete. Pero muchos chilenos seguían sintiendo desprecio por las fuerzas del orden y por las instituciones gubernamentales. Los activistas acosaban a los funcionarios en los restaurantes y en la calle. En diciembre de 2020, visité el corazón simbólico del estallido, una intersección que los manifestantes habían rebautizado como Plaza de la Dignidad. Seguía siendo una zona de combates, donde los activistas con máscaras de gas esperaban a que aparecieran los antidisturbios para pelear. El pavimento estaba chamuscado por las barricadas de fuego y cubierto de proyectiles, incluidos extintores vacíos, que habían sido lanzados contra los automóviles que pasaban.

En el cargo, Boric enfrenta grandes retos. Su partido y sus socios de coalición son minoritarios en el parlamento, y para aprobar cualquier ley tendrá que negociar acuerdos con sus rivales políticos. Su propia coalición —Apruebo Dignidad— está dividida por disputas internas, especialmente entre sus aliados políticos más cercanos y el Partido Comunista. Andrés Scherman, comentarista político y periodista chileno, me dijo: “Uno de los riesgos de encabezar una coalición tan fragmentada y heterogénea es que Boric termine como un general sin tropa”.

Boric tiene cuatro tatuajes, todos ellos conmemoran su lugar de nacimiento, en la Patagonia, la región más remota de Chile, conocida por el romántico nombre de Región de Magallanes y de la Antártica Chilena. Durante uno de nuestros primeros encuentros, se arremangó para mostrármelos. Uno de ellos, en su antebrazo, representa un faro sobre un mar embravecido. Otro es un intrincado mapa que incluye el Canal de Beagle, donde su bisabuelo, un emigrante de Croacia, había llegado en 1887 para buscar oro. Boric se desabrochó la camisa para dejar al descubierto su hombro derecho, en el que estaba tatuado un lenga, un árbol nativo símbolo de la Patagonia. Sonrió y dijo: “Voy a ser el primer presidente de Magallanes en doscientos años de Chile como país independiente”.

Magallanes es la Alaska de Chile, con unos ciento setenta mil habitantes en medio de una vasta naturaleza. Tres cuartas partes de ellos viven, como la familia de Boric, en Punta Arenas, una ciudad azotada por el viento y con espíritu fronterizo. Los patagones tienen una mentalidad independiente y están acostumbrados al viento, la lluvia y el frío; también están acostumbrados a una vida relativamente cómoda, a menudo procedente de la ganadería ovina, el turismo o la industria petrolera.

El padre de Boric, Luis Javier Boric Scarpa, del lado croata de la familia, es un ingeniero químico que ha desarrollado toda su carrera en la compañía petrolera estatal. La madre de Boric, María Soledad Font, de ascendencia catalana, es una antigua bibliotecaria y miembro del grupo católico, el Movimiento Apostólico de Schoenstatt. El hogar de la familia, una amplia casa de dos plantas junto al Estrecho de Magallanes, está decorado con cuadros, altares y velas votivas dedicadas a la Virgen María.

​​Boric, el mayor de los tres hijos, estudió en The British School de Punta Arenas antes de mudarse a Santiago para estudiar Derecho en la Universidad de Chile. Terminó las clases en 2009, pero nunca ejerció la abogacía. La política, en cambio, se convirtió en su interés permanente.

Surgió como líder durante el Invierno Chileno, un periodo de protestas estudiantiles que comenzó en 2011, durante la primera presidencia de Sebastián Piñera. (Durante los dieciséis años anteriores a la elección de Boric, Piñera intercambió mandatos de cuatro años con la política socialista Michelle Bachelet, ya que los presidentes de Chile tienen prohibido ejercer dos mandatos seguidos). Una ronda anterior de manifestaciones, en 2006, había sido conocida como la Revolución de los Pingüinos, porque fue liderada por estudiantes de secundaria que a menudo marchaban con sus uniformes blancos y negros. Las protestas del Invierno Chileno fueron lideradas por estudiantes universitarios, que asumieron algunas de las mismas demandas, entre ellas un mayor apoyo estatal a la educación y el fin de los subsidios a las escuelas privadas, un legado de los años de Pinochet, que había vaciado la educación pública. Entre ellos estaban Boric y un puñado de otros activistas que han llegado a ser prominentes: Giorgio Jackson, Camila Vallejo y Karol Cariola.

En 2009, Boric fue elegido presidente del Centro de Estudiantes de Derecho. Dos años más tarde, se convirtió en presidente de la Federación de Estudiantes de la Universidad de Chile, derrotando por poco a Vallejo, una estudiante de geografía a la que la revista Times había apodado “la revolucionaria más glamurosa del mundo”. Ambiciosos, brillantes y audaces, los cuatro activistas eran amigos con diferencias: Vallejo y Cariola eran comunistas, Jackson y Boric más cercanos a los socialistas democráticos. En las elecciones de 2013, los cuatro obtuvieron escaños parlamentarios.

En el estallido social de Chile, las protestas que exigían cambios se convirtieron en violentos conflictos con la policía.

En 2018, Boric se apartó de sus funciones parlamentarias para buscar tratamiento para el trastorno obsesivo-compulsivo. Anunció la noticia en Instagram, donde tenía 1,5 millones de seguidores, publicando una foto suya con el ceño profundamente fruncido. “Hola a tod@s!”, escribió. “Les quería contar que estoy con licencia por un par de semanas. Como lo he dicho antes, desde chico tengo TOC (trastorno obsesivo compulsivo) y por recomendación médica decidí ser responsable y tratármelo”.

El trastorno obsesivo-compulsivo de Boric apareció por primera vez cuando tenía ocho años, y a menudo tenía problemas en la escuela. Recuerda que no pudo terminar El diario de Ana Frank en el tiempo asignado, porque su trastorno obsesivo-compulsivo lo hacía retroceder dos líneas cada vez que se saltaba una palabra por accidente. Había otros tics: tenía que parpadear cuatro veces antes de salir de su habitación, y cuando caminaba siempre empezaba con el pie izquierdo.

Hablar de su trastorno obsesivo-compulsivo era políticamente arriesgado; en un debate, Kast lo utilizó para insinuar que no era apto para el cargo. Pero la franqueza de Boric atrajo la simpatía del público. En su discurso de aceptación de la presidencia, Boric dijo que había que hacer más por las enfermedades mentales en Chile, y el público respondió con un gran aplauso.

Gabriel García Márquez bromeó alguna vez diciendo que Chile era el único lugar de Latinoamérica en el que se vendían copias de las leyes del país en la calle. La democracia y la estabilidad son la norma. Tras independizarse de España, en el siglo XIX, Chile vivió seis décadas de relativa tranquilidad política, mucho más que la mayoría de sus vecinos. Más tarde, desarrolló un sistema multipartidista y vivió otro medio siglo de democracia pacífica antes de que Pinochet tomara el poder.

Pero junto a los hábitos institucionales de Chile existe una corriente de anarquismo y bohemia. En los años anteriores al golpe, el país se vio sacudido por extremos políticos enfrentados. Cuando Allende fue elegido, en 1970, era el apogeo de la Guerra Fría, y tanto Estados Unidos como la Unión Soviética veían a Chile como un campo de batalla estratégico. Aunque Allende obtuvo el poder legítimamente, ganó el voto popular por un estrecho margen, a la cabeza de una coalición de izquierda.

En el cargo, Allende instituyó un programa que denominó “la vía chilena al socialismo”, nacionalizando las minas de cobre y los bancos, confiscando los grandes latifundios y aumentando las protecciones sociales para los pobres. Los radicales y revolucionarios llegaron de toda la región. Los izquierdistas más militantes de Chile abogaron por una transformación radical de la sociedad. La derecha lanzó ataques terroristas. Fidel Castro vino y se quedó durante tres semanas, apareciendo en mítines y diciendo a los chilenos que debían prepararse para luchar para defender su “revolución”.

Las reformas de Allende fueron no violentas, en contraste con la defensa de la rebelión armada de Castro. Encarnaba la posibilidad de un socialismo latinoamericano diferente, más cercano a los países escandinavos que a la URSS. Aun así, su gobierno alarmó a la clase dirigente conservadora de Chile: los políticos, las fuerzas armadas y el sector privado. Los intereses empresariales de Estados Unidos también estaban consternados, e instaron a la Casa Blanca a hacer algo. El gobierno de Richard Nixon ideó planes encubiertos para derrocar a Allende, con ayuda de la CIA.

Al final, Pinochet y sus aliados en el ejército lo hicieron por ellos. La Fuerza Aérea bombardeó el palacio presidencial, y el 11 de septiembre de 1973, Allende se suicidó, utilizando un AK-47 que le había regalado Castro. A partir de ese momento se desató una ola de represión en la que fueron asesinadas más de tres mil personas y muchas más fueron torturadas y encarceladas. Medio siglo después, Chile no se ha recuperado del todo.

Pero, por muy despótico que fuera Pinochet, incluso él encarnaba algunas de las tendencias institucionalistas de Chile. Tras siete años en el poder, trató de legitimar su mandato redactando una nueva constitución. En Santiago, Pinochet me explicó una vez que la antigua constitución había sido un lastre para su poder. “¡Hay que poder cambiar las reglas del juego para poder actuar como quieres!”, dijo. “Así que cambié las reglas del juego”.

En 1988, Pinochet celebró un plebiscito, con la esperanza de asegurarse ocho años más en el poder. Esta vez perdió, pero no se retiró del todo. Mantuvo el mando de las fuerzas armadas, y se las arregló para ser nombrado senador vitalicio, junto con nueve asociados elegidos a dedo. Tenía inmunidad parlamentaria y, gracias a una alianza con los partidos políticos de derecha, el control efectivo de la legislatura.

El control de Pinochet sobre Chile se aflojó en 1998, con un arresto sorpresa. Mientras visitaba el Reino Unido, el juez español Baltasar Garzón hizo que lo detuvieran por cargos de genocidio, tortura y terrorismo. Al final se permitió a Pinochet regresar a su país, pero estaba disminuido, y pasó el resto de su vida luchando contra la acusación. En 2005, se descubrió que había escondido millones de dólares de fondos gubernamentales robados en más de ciento veinte cuentas bancarias ocultas, con la ayuda del Riggs Bank, con sede en Estados Unidos. Cuando Pinochet falleció, al año siguiente, pocos chilenos lloraron su muerte.

Tras la muerte de su viuda, Lucía Hiriart, en diciembre del año pasado, a la edad de noventa y ocho años, las calles de Santiago se llenaron de multitudes que bebían champán y gritaban en señal de celebración. En una pancarta se leía Chau vieja CTM, un eslogan, abreviatura del insulto “concha tu madre”.

La noche antes de que Boric se fuera de vacaciones a la isla, nos reunimos en casa del escritor Patricio (Pato) Fernández, en la comuna de Providencia. Con cincuenta y dos años, un aire a oso de peluche y un sentido del humor fácil, Fernández es un comentarista político y el fundador de The Clinic, un periódico satírico que inició para burlarse de Pinochet. (El nombre hace referencia al centro médico británico donde Pinochet se recuperaba de una operación de espalda cuando fue detenido). El periódico de Fernández es generalmente progresista, pero no perdona a la izquierda: una portada memorable representaba a Nicolás Maduro, el escandaloso líder de Venezuela, con orejas de burro, bajo el titular Nicolás Maburro.

En casa de Fernández, Boric llevaba su habitual atuendo de jeans, botas gastadas y una camisa de franela a cuadros. Había llevado pisco y Coca-Cola, y rellenaba periódicamente un vaso de plástico rojo. Envió a sus guardaespaldas presidenciales a comprar carne de res, y luego dio vueltas alrededor de una parrilla en el jardín.

Yo había pasado una noche con Fernández y Boric en 2015, en un bar cerca de la costanera de Punta Arenas llamado Shackleton, por el explorador anglo-irlandés que llegó cojeando a Chile después de su calvario en la Antártida. Era invierno en la Patagonia, y un viento frío azotaba el exterior mientras Boric y Fernández hablaban intensamente sobre las últimas tribulaciones de Michelle Bachelet. Bachelet había apostado su presidencia por la promesa de una reforma educativa, pero se había visto envuelta en un escándalo relacionado con su hijo y un préstamo bancario cuestionable.

Boric, en sus inicios como diputado, era brillante, intenso y ambicioso, pero era nuevo en la política y buscaba orientación. Nacido en 1986, apenas recordaba los años de Pinochet y, como otros de su generación, se sentía impaciente con las reformas moderadas. Fernández había alcanzado la mayoría de edad durante la dictadura y había aprendido a valorar las libertades que trajeron los gobiernos de la Concertación. Estaba siempre atento a lo que ocurría, y podía decirle a Boric cosas que no escucharía en otro lugar.

Desde entonces, los dos habían forjado una estrecha amistad, y Boric iba a menudo a casa de Fernández a cenar o a jugar al ajedrez con su hijo adolescente, León. Cuando sus conversaciones se prolongaban, Boric dormía en el sofá. Hoy en día, a Fernández le gusta decir a los visitantes: “El Presidente ha dormido ahí donde estás sentado”.

Durante el estallido social, los dos hombres se vieron envueltos en el debate nacional sobre cómo acabar con la revuelta. En Sobre la marcha, un libro que Fernández escribió sobre las manifestaciones, argumentó a favor del Acuerdo por la Paz Social y la Nueva Constitución, diciendo que el proceso podría ayudar a calmar el conflicto civil de Chile y abordar sus endémicas desigualdades sociales, “para que la rabia encuentre un cauce y del tiempo de tirar piedras, como dice el Eclesiastés, pasemos al tiempo de recogerlas”.

El partido de Boric, Convergencia Social, se opuso al acuerdo, que consideraba un impedimento para realizar reformas más fundamentales. Pero, recuerda Fernández, “yo defendí con fuerza el acuerdo. Aunque no era una exigencia de los grupos de la calle, parecía que la mayoría de sus demandas podían encontrar una causa común en una nueva constitución”. Al final, Boric firmó en su propio nombre, y no como representante de Convergencia Social. El partido lo suspendió, pero el acuerdo se llevó a cabo. Según Boric, había apostado su capital político para deshacerse de “la constitución de Pinochet de una vez por todas”.

Convergencia Social acabó llevando de vuelta a Boric, pero conservó algunos enemigos en la calle. Poco después de firmar el acuerdo, estaba sentado en un parque cuando un grupo de izquierdistas empezó a insultarlo, acusándolo: “te vendiste”. Mientras lo empapaban de cerveza y le escupían, Boric permaneció sentado y los miró tranquilamente. Su tranquila respuesta fue ampliamente elogiada.

Cuando la propuesta de una nueva constitución se sometió a plebiscito, fue aprobada de forma abrumadora, por el setenta y ocho por ciento de los votantes. Se eligió una convención constitucional: ciento cincuenta y cinco representantes, de los cuales tres cuartas partes eran de izquierda o independientes. Entre ellos estaba Fernández, que se había presentado a pedido de sus amigos.

Los convencionales, como se los conoce, tienen de plazo hasta este mes de julio para redactar una constitución, que someterán a plebiscito en otoño. En una columna tras las elecciones presidenciales, Fernández escribió: “Gabriel Boric sabe perfectamente que la suerte de su mandato está indisolublemente ligada a la de este proceso constituyente”. Pero, cuando los convencionales comenzaron a redactar las propuestas, el espíritu pragmático que encarnaba Boric parecía a menudo ausente. Una veterana marxista llamada María Magdalena Rivera propuso solemnemente un sistema de estilo soviético en el que todas las instituciones del Estado serían sustituidas por una “Asamblea Plurinacional de las y los Trabajadores y los Pueblos” que excluiría a los sectores “parasitarios” como la alta jerarquía de la iglesia, los militares y los propietarios de empresas. Una comisión medioambiental propuso protecciones especiales para los hongos. Un convencional, un hombre tatuado con la cabeza afeitada conocido como Baldy Vade, fue expulsado; se había presentado al cargo con una inspiradora historia de haber sobrevivido al cáncer, que resultó no haber tenido nunca.

Muchas de las propuestas poco prácticas fueron rechazadas. Pero los medios de comunicación, especialmente los de derecha, han presentado un goteo constante de noticias sobre las ideas más extrañas. Si la convención constitucional fracasa, sería desastroso para el gobierno de Boric, y podría reanimar a sus oponentes tanto de la derecha como de la izquierda dura. Fernández escribió: “requerirá de la creación de nuevas confianzas, de la cohesión tras nuevos retos civilizatorios, y de la complicidad de diversos sectores de la sociedad chilena”. Se refería a que Boric tenía que unir a un país dividido antes de que se desmoronara.

Chile es conocido como uno de los “países de poetas” de América Latina, cuna de Pablo Neruda, Gabriela Mistral y Nicanor Parra. Otro país poético es Nicaragua, patria de Rubén Darío y también de Gioconda Belli, poeta y escritora exiliada por criticar ferozmente al despótico gobernante de su país, Daniel Ortega. Boric invitó a Belli a representar a Nicaragua en su juramento. Al día siguiente de la ceremonia, se celebró un almuerzo en su honor en el elegante apartamento de la escritora Carla Guelfenbein.

Entre los invitados estaba el poeta laureado de facto de Chile, Raúl Zurita, un hombre barbudo de setenta y dos años. Durante la campaña presidencial, había entregado a Boric un manifiesto de apoyo, firmado por más de quinientos escritores chilenos, que expresaba el temor de que un gobierno de Kast corriera el riesgo de que “nos retrotraiga a los momentos más oscuros de nuestra historia”. En un estado de ánimo menos contenido, Zurita había dicho a un entrevistador: “yo me suicido antes que votar por él”.

Durante el almuerzo, Zurita sentía ánimos para celebrar, al igual que la mayoría de los invitados; los discursos fueron interrumpidos frecuentemente por brindis con champán. Las cosas se calmaron cuando Belli habló de su nueva vida en Madrid, y recordó la muerte de un viejo amigo que había sido encarcelado por orden de Ortega. La presencia de Belli en la toma de posesión fue un reproche en clave: Ortega y su esposa y colíder, Rosario Murillo, no fueron invitados.

Para Boric, este tipo de intriga era solo un pequeño indicador de los problemas geopolíticos a los que podría enfrentarse. Durante una de nuestras conversaciones, confesó que le hubiera gustado ver más mundo antes de ser presidente. Su primer viaje fuera de la región lo había hecho a los trece años, yendo con su familia a Disney World. Levantó las manos y se rió con vergüenza. A los diecisiete, había vivido cuatro meses en un pueblo cerca de Nancy, Francia, pero había visto poco del país. Fue poco después de que Estados Unidos invadiera Irak, y su familia de acogida estaba demasiado preocupada por las represalias terroristas como para permitirle visitar París. En lugar de eso, Boric se quedó cerca del pueblo, y el padre, un veterano de la guerra de Argelia, le obsequió con historias sobre lanzar prisioneros desde helicópteros. Unos años más tarde, Boric se unió a sus padres en un viaje por el Mediterráneo, pero no alcanzó a ver más que un atisbo de Europa. “Roma, Praga, El Cairo, Atenas . . . un día en cada lugar”, dijo, encogiéndose de hombros.

Más tarde, Boric hizo un viaje a Israel y Palestina. “Es lo más brutal que he visto”, recordó. Habló acaloradamente del muro que divide Cisjordania de Israel y de lo que considera una política de “humillación” de los palestinos. Después de las elecciones, el futuro ministro de Agricultura de Boric le escribió para decirle que la embajador israelí los había invitado a una presentación sobre el manejo del agua. Chile estaba en medio de una sequía sostenida, y los israelíes son reconocidos por sus avances en el riego por goteo. El ministro aseguró a Boric que la embajadora era progresista, criada en un kibbutz. Boric no estaba convencido. “Así le dije: ‘Tengamos una discusión política primero’”, me contó. “¡Uno no puede naturalizar no este nivel de violencia de la huevada!”.

Durante la campaña presidencial, Boric calificó a Israel de “estado genocida y asesino”. En una entrevista posterior, se reafirmó en esa declaración, pero señaló que diría lo mismo sobre el trato que Turquía da a los kurdos y China a los uigures. Chile cuenta con una población significativa de palestinos étnicos —hasta quinientos mil, en un país de diecinueve millones de personas— y los sentimientos de Boric causaron poca controversia. Pero la población judía, unas dieciocho mil personas, estaba inquieta. Tras la elección, Gerardo Gorodischer, que dirige una destacada organización llamada Comunidad Judía de Chile, me dijo que esperaba presentar a Boric “puntos de vista adicionales de la comunidad judía, con la esperanza de que conozca el conflicto desde la otra cara y sepa como afecta a la comunidad judía local, y de esta manera sus expresiones puedan atenuarse”.

Tras la primera vuelta de las elecciones, en la que Kast tomó la delantera, Boric se acercó al centro. Sus socios de coalición del Partido Comunista siguieron apoyando a las autocracias de izquierda de Cuba, Nicaragua y Venezuela. Boric había adoptado una posición contraria, tuiteando: “En nuestro gobierno el compromiso con la democracia y los derechos humanos será total, sin respaldos de ningún tipo a dictaduras y autocracias, moleste a quien moleste”. Ya había criticado al régimen de Daniel Ortega por reprimir a los opositores políticos, y había reprendido duramente al gobierno cubano por la represión tras las protestas del año pasado. Caracterizó el mandato de Nicolás Maduro en Venezuela como un “experiencia que ha fracasado”. En represalia, Maduro sugirió que Boric era miembro de una nueva “izquierda cobarde”.

Después de que Boric regresó de sus vacaciones, su amigo Emiliano Salvo organizó otro asado. Boric llegó con una camisa hawaiana chillona y una gorra de béisbol con el nombre del grupo punk español Siniestro Total. La isla había sido idílica, dijo: naturaleza en estado casi puro y casi ningún otro turista.

El apartamento de Salvo estaba en un edificio de la década de los sesenta que daba a las estribaciones de los Andes. Dijo que le recordaba a Berlín Oriental, donde vivió de niño. Su padre era un socialista que había sido encarcelado y torturado por el régimen de Pinochet. En el exilio, conoció a la madre de Salvo, una comunista alemana, y se instalaron en un apartamento cerca de Alexanderplatz. Salvo dijo con cariño que su madre era un poco nostálgica de la antigua Alemania del Este, como la madre de la película Good Bye Lenin!: “Se rehusa a ver que el mundo ha cambiado”.

A menudo, Boric es asediado por sus seguidores, que se hacen selfis y lo agasajan con cartas y regalos.

Boric y Salvo hablaron con nostalgia de su admiración juvenil por los primeros años de la revolución bolivariana de Venezuela. Cuando murió Hugo Chávez, en 2013, Boric tuiteó: “Mucha fuerza a todo el pueblo venezolano. Somos muchos los chilenos q estamos con ustedes! A seguir profundizando la revolución bolivariana!”. Salvo sacó un regalo que había recibido en 2017: un cortavientos con los colores de la bandera venezolana, como el que Chávez había convertido en icónico. Lamentando el cariz que habían tomado las cosas en Venezuela, Salvo murmuró algo sobre la pérdida de la inocencia y luego guardó el cortavientos.

En el balcón, Boric buscó un poema en su teléfono: “Consternados, rabiosos”, la respuesta del poeta uruguayo Mario Benedetti al asesinato del Che Guevara, en 1967. De pie, entre amigos y ayudantes, leyó con voz teatral, con un dedo en alto para enfatizar: “Menos un dedo / basta para mostrarnos el camino / para acusar al monstruo y sus tizones / para apretar de nuevo los gatillos”.

A pesar de que Boric se siente atraído por el lenguaje resonante, desconfía de la retórica de la izquierda dura. Considera que el discurso de suma cero de las últimas décadas ha “servido más de veneno que de abono”. Desde antes de que naciera Boric, Fidel Castro había ejercido una influencia desmesurada en la izquierda latinoamericana, promoviendo un enfoque absolutista del poder y la política. Los líderes que más intentaron seguir el ejemplo de Fidel Castro tuvieron resultados miserables: Hugo Chávez y Nicolás Maduro, en Venezuela, y Daniel Ortega, en Nicaragua. Hay otros líderes de izquierda en el hemisferio, como Andrés Manuel López Obrador, en México, y Alberto Fernández, en Argentina. Pero, a pesar de sus pretensiones revolucionarias, sus sistemas políticos a menudo parecen más preocupados por preservar su permanencia en el poder. De los leones supervivientes de la izquierda, solo dos han conservado su estatus: José (Pepe) Mujica, el ex guerrillero que fue presidente de Uruguay hace una década y que desde entonces se ha retirado a su granja, y Luiz Inácio Lula da Silva, de Brasil, que podría volver al poder en las elecciones de octubre.

Boric me dijo: “Tenemos la oportunidad de reimaginar la izquierda”. Pero sabe que la dicotomía crucial en la región es menos entre izquierda y derecha que entre democracia y autoritarismo populista. Boric —joven y sin cargas del pasado— parece ser el político que mejor puede articular los beneficios de una mayor libertad de ideología. Después de las elecciones, nombró a un admirado economista de unos sesenta años como su ministro de Hacienda, lo que ayudó a calmar a los nerviosos mercados y a la comunidad empresarial de Chile. Como dijo Fernández, “ésta es una clara señal de que Gabriel no es un revolucionario delirante”. Kast, a pesar de la retórica incendiaria de su campaña, dejó clara su disposición a trabajar con el nuevo gobierno. Poco después del cierre de las urnas, tuiteó: “Desde hoy es el Presidente electo de Chile y merece todo nuestro respeto y colaboración constructiva. Chile siempre está primero”.

Mucha de la gente de Boric, en el contexto estadounidense, serían partidarios de Bernie Sanders. Como me dijo su viejo compañero político Giorgio Jackson, “somos más allendistas que fidelistas. Es como si hubiéramos germinado con esa semilla de la democracia”. El propio Boric está más cerca del centro. Cuando le pregunté si tenía un modelo a seguir, dijo, un poco dubitativo, que siempre había admirado a Allende, pero que no tenía “modelos estáticos”. No era porque fuera un camaleón, aclaró, sino porque estaba “en evolución constante”.

El Día Internacional de la Mujer es un gran acontecimiento en Santiago, y este año unas trescientas mil mujeres marcharon a lo largo de una de las principales avenidas, dirigiéndose a una manifestación en el centro de la ciudad. Me uní a una multitud de mujeres y niñas con la cara pintada y ropa con los colores feministas del morado y el verde. Casi no había hombres a la vista, pero nadie me pidió que me fuera.

Cientos de mujeres se reunieron para cantar y agitar pancartas en la Plaza de la Dignidad. Situada en un lugar en el que la policía y los manifestantes se enfrentaban habitualmente, la plaza tenía un pedestal de piedra que sostenía una estatua de bronce de una figura histórica chilena, el general Baquedano, a caballo. Durante el estallido, las autoridades habían retirado la estatua, dejando únicamente el pedestal, que ahora estaba cubierto de grafitis, al igual que muchos edificios cercanos, algunos de los cuales también habían sido quemados.

Las mujeres sostenían letreros con lemas indignados: It’s a dress not a yes, Eso que llaman amor es trabajo no pago, Muerte al macho. Un cartel decía: Somos las nietas de las brujas que no pudieron quemar. Una mujer casi desnuda pasó sosteniendo antorchas encendidas en alto. Con una cuerda alrededor de la cintura, tiraba de una carreta que llevaba a otra mujer, vestida con ropas de reina. En otro lugar, dos mujeres colaboraban en una performance: una lavaba metódicamente calzones rosas y los ponía con pinzas en un tendedero, mientras otra, arrodillada, sumergía repetidamente su cabeza en la tina. No muy lejos, Irina Karamanos desfiló con varias ministras del gabinete de Boric, sosteniendo un afiche en la que se leía Democracia en el país, en la casa y en la cama.

Cuando le mencioné la marcha del Día de la Mujer a Ricardo Lagos, presidente entre 2000 y 2006, pareció encantado. “Esto antes era una sociedad donde los caballeros andaban todos vestidos de gris”, dijo. “¡También en esos treinta años, un Chile que se abre desde el punto de vista cultural!”. Abuelo de ochenta y cuatro años, me recibió en su despacho lleno de libros de su fundación, Democracia y Desarrollo.

De joven, Lagos había sido nombrado embajador de Allende en la Unión Soviética, y había huido al exilio cuando Pinochet tomó el poder. Al regresar a su país unos años más tarde, se convirtió en el primer chileno prominente en hablar contra Pinochet en la televisión en directo. Como Presidente, representó a la coalición de centroizquierda Concertación. “Abrimos este país”, dijo Lagos. “¡Chile fue otro Chile! Por supuesto, en Chile no había ley de divorcio. Cuando fui precandidato presidencial en 1993, la conferencia me pregunto: ‘¿usted va a discursar de la ley del divorcio?’. Sí, le dije. Bueno, no me eligieron . . . La ley de divorcio salió finalmente en el 2003”. Señaló que no fue hasta la presidencia de Michelle Bachelet, su compañera socialista, que se legalizó el aborto en casos de violación.

Muchos izquierdistas insisten en que los problemas actuales de Chile son una herencia del fracaso de los gobiernos anteriores en crear una sociedad más justa. Para ellos, Lagos era un neoliberal. Lagos sugirió que la insistencia en la pureza ideológica era parte del problema. Él y sus aliados habían proporcionado oportunidades educativas y viviendas públicas para los pobres. “No fue suficiente”, admitió. Pero no tenían los votos para hacer más, dijo; los legisladores de la derecha chilena habían ejercido el poder de veto para bloquear las reformas. “El problema es cómo hacer el ensamble con lo que heredamos de Pinochet y cómo crear un nuevo ensamble”, dijo.

Con la esperanza de fomentar una mayor unidad, Pato Fernández había presentado a Boric a Lagos durante la campaña presidencial. Lagos me dijo: “No me puedo considerar que soy amigo de él, la amistad es otra cosa, la diferencia generacional es muy grande”. Añadió que le había gustado el discurso de aceptación presidencial de Boric, diciendo: “Él tiene claro que hay que ser estadista”. Había apreciado especialmente la postura de Boric ante la invasión rusa de Ucrania. El primer día de la guerra, cuando Boric y Karamanos aún estaban en las islas Juan Fernández, Boric había tuiteado: “Desde Chile condenamos la invasión a Ucrania, la violación de su soberanía y el uso ilegítimo de la fuerza. Nuestra solidaridad estará con las víctimas y nuestros humildes esfuerzos con la paz”. Lagos concluyó: “Lo dijo de una manera muy bonita: ‘humilde’. Tiene conciencia también de su peso, lógico e inteligente”.

La Moneda, el palacio presidencial, fue restaurado tras el bombardeo de Pinochet, pero los presidentes modernos de Chile han vivido en sus propias casas. Unos días antes de la toma de posesión de Boric, él y Karamanos se mudaron a una nueva casa: una laberíntica vieja clínica en una zona antigua del centro de la ciudad. Boric dijo con entusiasmo que tenía trece habitaciones, un gran paso adelante respecto al pequeño apartamento que habían compartido antes; por fin tendría espacio para sus libros.

El barrio, Yungay, está formado por casas de dos y tres pisos de inicios del siglo XX. Encontré a Boric en el segundo piso de un edificio bajo de estilo Art Decó, solo con una enorme pila de cajas sin empacar. Desde la ventana, podíamos ver a los carabineros en una barricada al final de la cuadra, donde se mantenía a raya a un grupo de curiosos. La zona estaba deteriorada, era conocida por el tráfico de drogas y la delincuencia persistente, pero Boric y Karamanos no querían vivir en uno de los “barrios altos”, los vecindarios elitistas de Santiago. Boric dijo que esperaba que su presencia en Yungay ayudara a mejorar las cosas.

En una habitación, Boric tenía su único mueble, un anticuado escritorio con tapa de rodillo. Lo había comprado en una tienda de segunda mano, dijo, acariciándolo con orgullo. Su computadora portátil estaba abierta y explicó que estaba trabajando en su discurso de investidura. Se sentía “a estas alturas, finalmente, un poco nervioso”, confesó. Se había distraído hojeando libros: uno sobre el dictador chileno del siglo XX, Carlos Ibáñez del Campo, otro sobre el pensamiento libertario.

Boric quería saludar a la gente de la barricada, así que caminamos juntos, con sus guardaespaldas vestidos de civil desplegados. Se detuvo en un portal, donde un joven le entregó una bandera de un equipo de fútbol de Magallanes. Se abrazaron, y Boric se paró para hacerse una selfi.

En su discurso de investidura, Boric invocó el recuerdo del golpe que llevó al poder a Augusto Pinochet, en el que la Fuerza Aérea atacó el palacio presidencial. “Nunca más”, dijo.

En la barricada se habían reunido unas cincuenta personas, agitando celulares y llamando a Boric. Durante diez minutos, Boric se movió a lo largo de la línea, posando para selfis, estrechando manos, besando a señoras mayores y escuchando a sus nuevos mandantes. Una mujer se quejó del estado de su madre en un hospital; un hombre dijo que tenía problemas laborales en una mina.

De vuelta al apartamento, Boric señaló una máquina de ejercicios descuidada, mencionando que se sentía fuera de forma. Dijo que, como Presidente, esperaba poder dedicarse un poco de tiempo a sí mismo cada día, pero que parecía poco probable que sus obligaciones se lo permitieran. Me mostró un regalo de una mujer de la multitud que estaba abajo: un muñeco con barba tejido para parecerse a él. “Eso no es nada”, dijo. Se acercó a una pila de cajas y sacó una enorme bolsa de plástico con los regalos que la gente le había hecho llegar: más efigies y cientos de cartitas.

A través de la ventana, vi a una mujer que saludaba emocionada desde su apartamento, al otro lado de la estrecha calle. Boric sonrió y devolvió el saludo, pero parecía abrumado. Murmuró: “Es un poco Truman Show, ¿no?”.

El 11 de marzo, Boric tomó posesión de su cargo, en Valparaíso, a una hora en carro de Santiago. La ceremonia tuvo lugar en el edificio del Congreso de Chile, un gigante de hormigón que Pinochet erigió cerca de la casa de su infancia. Cuando Boric subió al escenario, se colocó detrás de Piñera, su predecesor, y ejecutó una curiosa maniobra que consistía en una pirueta completa; su trastorno obsesivo-compulsivo estaba surgiendo. Pero la ceremonia transcurrió con normalidad y al final el Congreso se levantó para aplaudir. Evidentemente, Boric no sabía qué gesto lo representaba mejor, pero les agradeció poniendo una mano sobre su corazón, levantando el puño y juntando las palmas: namaste.

Después, Boric fue conducido por las calles en un Ford Galaxie negro de 1966, un regalo de la reina Isabel II que ha sido utilizado por los presidentes de Chile desde Allende. Para cuando llegó a los terrenos de La Moneda, era casi el ocaso. Boric se dirigiría a la nación desde un balcón fuera de la oficina donde Allende había grabado su último discurso, en 1973. Aunque la ceremonia de investidura era un ritual obligatorio, me había dicho, estaba realmente esperando con ansias por el discurso.

Entre las obligaciones de Boric figuraba una recepción en la que saludó a los dignatarios extranjeros. Unos días antes me había dicho que vendría el rey de España. Con una mirada de fastidio, me dijo: “¿Qué mierda tengo que decirle a un rey?”.

La mayoría de los izquierdistas latinoamericanos desprecian la monarquía española, por su asociación con el dominio colonial. En 2019, Andrés Manuel López Obrador, el presidente mexicano, escribió al rey Felipe exigiendo una disculpa por los “abusos” de España en su país. El rey no respondió.

En Chile, el pueblo indígena mapuche había resistido a los conquistadores españoles, derrotándolos a veces en la batalla. Pero los mapuches —afectados por la marginación política, la pobreza endémica y el acaparamiento de tierras por parte de forasteros— han seguido siendo una fuerza social inquieta. En su tierra natal de la Araucanía, en el centro de Chile, al sur de Santiago, se ha cocinado a fuego lento un conflicto no resuelto. La violencia se ha intensificado últimamente, con tomas de tierras, incendios provocados y asesinatos ocasionales. Piñera envió tropas en misiones de “pacificación”, que fueron tan brutales como ineficaces. Boric había criticado esta estrategia y prometió vagamente un nuevo enfoque. El conflicto mapuche es uno de los temas más delicados a los que se enfrenta como presidente. (Más tarde, cuando su ministra del Interior y Seguridad Pública visitó la Araucanía, se produjeron disparos cerca de su comitiva, en un aparente acto de intimidación). Otro problema acuciante es el creciente descontento por los inmigrantes; hasta 1,5 millones de ellos han inundado Chile desde países más pobres, especialmente Venezuela, Colombia y Haití.

Cuando Boric finalmente se reunió con el rey Felipe, evidentemente no hubo mucho que decir, solo un cortés apretón de manos antes de seguir por la fila de invitados internacionales. Aparte del rey, había pocos conservadores. Bolsonaro había dejado claro su boicot, aunque de todas maneras no habría sido bienvenido. El contingente de izquierda era mucho más fuerte, incluyendo miembros del movimiento español Podemos. Los presidentes de izquierda de Argentina, Perú y Bolivia también acudieron, al igual que el candidato presidencial colombiano Gustavo Petro, un antiguo guerrillero. Tras la toma de posesión, Petro y Boric tuitearon una selfi sonriendo y haciendo formas de corazón con sus manos.

Antes de caminar por la alfombra roja hacia La Moneda, Boric se desvió para tomarse selfis con los simpatizantes, centenas de los cuales empujaban una fila de policías. Luego, una banda militar comenzó a tocar, y Boric, a quien sus encargados de protocolo habían instruido para que caminara al ritmo de la música, se dirigió hacia el palacio en una torpe media marcha. A mitad de camino, se detuvo durante un largo momento frente a una estatua de bronce de Allende, con la cabeza inclinada reverentemente.

Cuando Boric apareció en el balcón, habló de cómo los cohetes habían atravesado una vez el edificio donde se encontraba. Nunca más, sugirió, el estado chileno reprimiría a su propio pueblo. Habló de las cargas del país: campesinos sin acceso al agua, estudiantes endeudados, jubilados sin pensiones adecuadas, familiares de desaparecidos que aún esperan a sus seres queridos. Varias veces dijo: “Nunca más”, repitiéndolo con su tenor carrasposo como un conjuro.

Cuando se asomó la media luna, estalló un cántico entre la multitud: “Boric, amigo, el pueblo está contigo”. Hizo un llamamiento a la unidad. “Tenemos que abrazarnos como sociedad, volver a querernos, volver a sonreír”, dijo. Se refirió a “un contexto internacional marcado por la violencia en muchos lugares del mundo y hoy también por la guerra” —en alusión a Ucrania— y dijo que Chile “promoverá siempre el respeto de los derechos humanos, en todo lugar y sin importar el color del gobierno que los vulnere”. Cuando dijo: “Necesitamos reparar las heridas que quedaron del estallido social”, la multitud rugió su aprobación. Tras el discurso de Boric, Karamanos cruzó el balcón y se besaron. Mientras el público coreaba su nombre, Boric se agarró a la barandilla, mirando al exterior. Parecía consciente de que no habría más aplausos gratuitos.

Cuando todo terminó, la gente comenzó a alejarse de La Moneda, yendo a sus casas o saliendo a celebrar más. Los vendedores vendían cerveza, junto con banderas, tazas y camisetas de Boric. La ciudad tenía un ambiente festivo y desordenado, como si acabara de salir un concierto. Sin embargo, a medida que me acercaba a la Plaza de la Dignidad, el gentío se iba reduciendo, y pronto quedó claro por qué. Unas cuadras más adelante, los manifestantes habían levantado barricadas a lo largo de la avenida y las habían incendiado. Habían colgado una pancarta en una de ellas con un mensaje para Boric: No olvidaremos que pactaste con el enemigo. No dejaremos las calles hasta la liberación total. ♦

(Traducción de inglés a español por Sabrina Duque.)

Este artículo fue publicado en inglés, en la edición impresa del 13 de junio del 2022, con el título “New Man”.

Jon Lee Anderson, escritor de esta revista, comenzó a colaborar con The New Yorker en 1998. Es autor de varios libros, entre ellos Che Guevara: Una vida revolucionaria.