Siempre he sido una romántica empedernida, tanto que soñaba con que mi primera historia de amor y mi primer beso serían al estilo Sandy y Danny Zuko en 'Grease'. Frente al mar, con el sonido de las olas, la brisa salada y el ambiente húmedo... Un amor de instituto, idílico y casi perfecto. Un cliché vamos. Y algo tuvo de parecido, solo que mi Danny Zuko resultó ser diferente...

Era el verano de 2003, uno de los más calurosos que recuerdo. Como todos los años, mi familia intentaba huir del calor seco e insoportable de la dehesa extremeña hacia el paraíso terrenal más absoluto que conozco, Zahara de los Atunes (Cádiz). Por aquel entonces yo tenía tan solo 13 años. Era una niña muy tímida, soñadora, de esas que sólo conocían el amor por el referente de sus padres, el cine y la literatura. Yo aún seguía jugando con mis Barbies mientras el resto de mis amigas ya hacían listas interminables de conquistas. Me sentía a la cola, fuera de lugar, una ‘loser’ total y absoluta. Yo no conocía el amor, nunca había besado un chico y mucho menos me sentía preparada para ello. Me venía grande, no pensaba que estuviera a la altura. Como Peter Pan, yo tan sólo quería seguir viviendo mi adolescencia a mi ritmo infantil. Pero ese verano, sorprendentemente, despertó en mí una serie de emociones que nunca olvidaré.

Como siempre, veraneaba con mis primas, ambas de edades similares. A una de ellas se le antojó que el objetivo de ese año era conseguir una pandilla de amigos. Una cuadrilla a lo verano azul que consiguiera que nuestros veranos perfectos fueran aún mejor. Quizás fue la suerte, el destino, la casualidad, la serendipia… que de entre todo ese grupo de amigos que hicimos, ahí estaba Pablo. Un chico natural, gracioso, no especialmente guapo pero que tenía ese je ne sais quoi, que cualquiera que conocía, caía bajo su embrujo ¡Y maldito embrujo!

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Irene Velilla Romero

Comenzamos con una tímida amistad, pero poco a poco, fuimos conscientes de que lo que parecía un mejor amigo era en realidad un: ‘oh dios me gusta. ¡Y mucho! Mierda, ¿qué hago ahora?’. Sé que para la mayoría la respuesta sería fácil, dejarse llevar y abrir la puerta al amor. Y así hice, pero ese camino era inexplorado para mí. Recordemos que yo nunca había tenido un amor y por supuesto nunca me habían besado. La vergüenza, las ganas de hacerlo bien me llevaron una vez más a investigar en todos mis referentes para conseguir recrear mi primer beso de película con éxito sin dejar que mi lengua pareciera una culebrilla sin rumbo. Nunca lo admitiré, pero mis intentos con la almohada así lo demostraban.

Ocurrió una noche de Perseidas, refugiados al pie del puesto de vigilancia de los socorristas con tan sólo una toalla y las emociones a flor de piel. Fue repentino, imprevisto, pero en un arrebato Pablo se lanzó. No tuve tiempo de reaccionar ni de pensar, tan sólo me dejé llevar. Mi primer beso fue precioso y perfecto. Me hizo sentir la única chica del mundo, como dicen en la película ‘Princesa por sorpresa’. Hasta mi pie hizo ‘pop’ al igual que en las cintas del cine clásico y se elevó confirmando y aprobando con creces esta primera escena de amor de mi vida. Un signo de victoria camuflado. Pasamos un verano tan bonito que yo aún no me creía que algo así me pudiera pasa a mí. Fui tan feliz. Pero ya sabemos cómo es la vida, y por mucho que todas mis películas favoritas terminaran con un beso final, nunca mostraban como era el más allá. No tenía un guion de referencia, un manual de cómo actuar.

Y es que la realidad supera a la ficción y con la entrada del otoño y cada uno en su respectiva ciudad, Pablo terminó olvidándose de nuestra película para dar paso a la siguiente protagonista de su vida. Pasé de la noche a la mañana de actriz principal, al papel de actriz de reparto. A pesar de todo, hoy por hoy, no pierdo la sonrisa cuando pienso en ese momento y soy capaz de teletransportarme en el tiempo y de volver a sentir esas maravillosas mariposas que aparecen cuando haces algo por primera vez. Las experiencias nos marcan, cada capítulo de nuestra vida es único, pero no por ello debemos dejar de soñar y de creer en el amor. Yo sigo soñando con ese amor de película, pero de una manera realista, natural, sincera y cercana. Tanto que, gracias a eso, conocí al que es mi marido con tan sólo 16 años. Pero esa historia da para otra de mis películas.