LITERATURA

Margarita García Robayo, o cómo escribir con lucidez y sensibilidad sobre la Colombia marcada por el narco

Alfaguara edita en un volumen las tres primeras novelas de Margarita García Robayo. Unos textos cargados de lucidez y sensibilidad, sobre crecer (y querer huir) en Colombia en los noventa.
Margarita García Robayo
Alejandra Lopez

Una buena y práctica decisión editorial. Así define Margarita García Robayo (Cartagena, 1980) la decisión de Alfaguara de publicar El sonido de las olas, un volumen que recoge sus tres primeras novelas (Hasta que pase un huracán, publicada originalmente en 2012, Lo que no aprendí, de 2013, y Educación sexual, que vio la luz, por entregas, en 2016 de la mano de la revista brasileña Piauí). Lejos de preocuparse porque el lector (y el periodista, por deformación profesional) busque un nexo de unión entre las obras y desvirtúe el valor individual de las mismas, García Robayo agradece que le señalen los hilos invisibles que las unen. “Creo que hay un universo común en esas tres novelas, que tiene que ver básicamente con el territorio”, señala desde su casa en Buenos Aires. “Ademas de que los personajes tienen algo en común, una pulsión común, creo que el territorio es importante porque es como un personaje más y porque tiene que ver con habitar lugares periféricos, frente al mar, una ciudad costera no necesariamente céntrica. Eso hace que la gente y los personajes se comporten de determinada manera y no de otra. Son historias que ocurren en lugares periféricos, claramente”, sentencia.

Lejos de despreciar el concepto de autoficción, tan denostado últimamente en según qué círculos literarios, lo abraza como motor último de la creación. Por eso sus personajes viven en Cartagena, van a colegios del Opus, descubren los vericuetos (y prevendas) del sexo y hasta tienen padres expertos en ocultismo. Nada que la propia Margarita, cuya vida efectivamente permite ser novelada, no haya vivido. “Casi desde que empecé a escribir opté por un tipo de escritura muy pegada a mi experiencia. Creo que ningún autor hoy diría ‘yo escribo sobre mi experiencia’, porque es un papelón, a nadie la gusta que llamen a lo que hace autoficción… pero lo cierto es que a mí me gusta eso como mecanismo. Difícilmente trataría temas que se despegaran demasiado de mi experiencia, de cosas que yo siento, que conozco, básicamente porque escribo por una necesidad de sacarme cosas, de decir cosas que necesito decir y sacármelas del cuerpo casi como si fueran toxinas. Necesito referirme a estos temas porque estos temas me incomodan, me molestan, me violentan. A mí como persona, más que como autora. Luego, como autora, lo que hago es agarrar todo eso que me genera un entorno conocido, llámese, ciudad, familia, amigos, colegio, vínculos familiares, parentesco… todo eso que conozco bien y que me genera molestia, incomodidad, incluso violencia”, relata la escritora. Así, la niña Margarita ha cedido muchas características a la protagonista de Hasta que pase un huracán, que crece soñando con volar de su país y lo logra, literalmente, convirtiéndose en azafata. En Lo que no aprendí presta su adolescencia a la muchacha que pasea en bicicleta mientras a su padre, abogado retirado, lo esperan clientes a la puerta de casa para consultas de ocultismo. Y Educación sexual, que nunca planteó publicar en español (y tampoco como novela completa), se extrae de su experiencia en un colegio de monjas del Opus Dei. “El idioma portugués, en su momento, me sirvió un poco como camuflaje. Pero luego tampoco tuve demasiado prurito para publicarlo, porque desde muy temprano me propuse que si en algún territorio de mi vida no iba a ser mezquina ni pudorosa ni tímida era en la literatura. Claramente, es uno de los textos más autobiográficos: las lecciones, el nombre del curso, las películas, incluso cambiando los nombres de compañeras y profesores, existen”.

Los usos y costumbres del Caribe colombiano son acaso los protagonistas invisibles de estos tres textos que, salvando las incongruencias temporales, parecen tres momentos de una vida. Ella misma alude a la desigualdad social de latinoamérica como una de sus obsesiones. “Estas novelas viejas casi resultan de plena vigencia ahora mismo, con todo lo que está pasando en Colombia, porque se explica buena parte de lo que ocurre, esta locura de que hay muy poquitos ricos, demasiados pobres y una clase media ínfima, delgada, que todo el tiempo está como tratando de no ahogarse en el medio y que es imposible que escale hasta llegar a ser clase alta. Eso no ocurre, sobre todo en países como Colombia no existe la movilidad social. Los pobres cada vez son más pobres y la clase media vive en ese miedo de caer en el océano de la pobreza. Todos sabemos que no podemos llegar a ser ricos como los ricos históricos, pero se trata de sobrevivir y se sobrevive escalando, se sobrevive yéndose, que es un poco lo que quieren estas tres narradoras: salir de ahí, escaparse, que alguien o que algo las salve de esa sensación de nacer y morir estancados en ese mismo lugar de clase media que es tan asfixiante porque es verdad que no tiene perspectiva de futuro”. Entre las maneras de escalar que encuentran estas mujeres, en diferentes etapas de su vida, está el sexo. 

“Eso es muy característico de la zona en la que yo crecí, en el Caribe. Creo que es casi como que está inculcado culturalmente que cierta condición, ser mujer, ser joven, tener un cuerpo exuberante, te sirve como moneda de algo, para conseguir cosas. Ni siquiera está mal visto”, argumenta la escritora. “Supongo que cada vez es un poco menos flagrante, pero yo recuerdo perfectamente estar con otras chicas viendo a sus novios jugar al futbol y la una contarle a la otra: ‘Lucho me regaló una cartera pero a cambio tuve que hacerle tres felaciones’. Siempre ha estado bastante naturalizado que la mujer tenía cierto poder en el área sexual y que los hombres, en ese sentido, eran como inferiores y se los podía manipular con poco. Solo con poner el cuerpo, conseguíamos muchas cosas. Eso siempre fue algo que me llamó la atención y que, bueno, aparece un poco en estas tres novelas”.

En este preciosista óleo que ejecuta Margarita García Robayo sobre la Cartagena de los años noventa, más próxima al narco que al utópico Macondo de García Márquez, construye una estampa realista de un país frecuentemente olvidado. Una estampa que, igual que ocurre a otras colegas de profesión que trabajan en la misma dirección (Pilar Quintana, Sara Jaramillo, Lorena Salazar Masso…), no escatima en la fortaleza de los vínculos familiares: la familia como la primera memoria, la familia como el origen de todos los traumas posteriores, la familia de la que también hay que huir… “La familia es un tema que me interesa mucho, como una especie de fenómeno que todos sabemos que esta cargado de taras y vicios e igual seguimos reproduciendo. A mí me maravilla esa certeza: saber que es algo que falla, todo el tiempo falla, y que sigue sucediendo. En ciertas ciudades latinoamericanas crecimos naturalizando los exabruptos de nuestras familias (lo que se decía con respecto a los padres, a los vecinos, a los parientes). A veces tomamos distancia, miramos atrás, y nos damos cuenta de lo racistas, clasistas y despreciativos que éramos”. 

Al igual que sus personajes, que siempre tratan de escapar de su realidad y que buscan respuestas hasta debajo de las piedras, García Robayo se mudó de Colombia a México y de ahí a Argentina, donde ahora vive. Las escasas certezas que ha encontrado, las podemos encontrar en este volumen recopilatorio, tan práctico como necesario para entender, desde la limpia y lúcida mirada juvenil, la Latinoamérica que dejó el Narco.

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