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“Mi padre fue condenado a 15 años por abusar de mí, pero está libre”

Una joven que sufrió nueve años de agresiones sexuales vive convencida de que el culpable huyó a Marruecos. Se queja de la lentitud del sistema judicial que “alarga el sufrimiento de las víctimas”

H., en una imagen cedida por ella misma y tomada en Francia, donde vive desde hace unos meses.
H., en una imagen cedida por ella misma y tomada en Francia, donde vive desde hace unos meses.Sara B.
María Sosa Troya

Todos creían que H. era la favorita del padre, la única niña de sus cuatro hijos en aquella casa que la familia habitaba en Baza (Granada), donde él trabajó en el cementerio. Su padre la prefería porque abusaba de ella, cuando estaban solos, o por las noches mientras el resto dormía. Así sucedió hasta que con 17 años un ataque de ansiedad la llevó al hospital, donde se atrevió a contarlo y a denunciar. Hoy, cuatro años después, ese hombre, Elaid B., debería estar en la cárcel porque hay una sentencia firme en su contra. “Mi padre está condenado a 15 años, pero sigue libre”, dice una joven desesperada que no encuentra explicación. El hombre que abusó de ella durante nueve años está huido desde julio y ha llegado a sus oídos que lo han visto en Marruecos, su país de origen, “paseándose con un coche blanco”. Justo lo que más temía que ocurriera. Todavía no se ha emitido una orden de búsqueda y captura internacional. Está en trámite. “Tengo solo 21 años. No debería estar sufriendo todo esto”. H., que no quiere ser identificada, vive como si ella fuera la condenada.

La vida se le torció demasiado pronto. Los abusos comenzaron cuando tenía ocho años y creció sometida a las agresiones de su padre. Tenía 11 años cuando averiguó que aquello que le hacía no era normal. “A poco de entrar en el instituto nos dieron una charla sobre relaciones sexuales y ahí me di cuenta”, relata por teléfono. “De pequeña iba a todos lados con él, lo quería mucho, pero a partir de ese momento me distancié. Los abusos siguieron. Le daba vueltas a la cabeza sin parar. No dormía por las noches, bajé mucho de peso, desarrollé un trastorno alimenticio grave. Con 14 años empecé a autolesionarme”. Dice que “todas las marcas” que él dejó en su cabeza acabaron reflejadas en su cuerpo.

Su madre y sus hermanos sabían que algo no iba bien, pero a nadie se le pasaba por la mente lo que realmente estaba sucediendo. Pensaron que sufría acoso escolar, llegaron a hablar con el instituto, la llevaron a una psicóloga. “Mi padre era un alcohólico y también maltrataba a mi madre”, explica H. La situación en casa era terrible. “Yo llegaba a clase con unas ojeras hasta el cuello. Mis compañeros y profesores me preguntaban. Ahora que lo pienso tenía un sentimiento de impotencia, de querer y no poder, de no saber cómo hacerlo. Me alegraba que se dieran cuenta de que estaba mal, pero al mismo tiempo no podía decir nada”.

La violencia contra la infancia es una realidad silenciada, sobre todo en la familia. Según un reciente estudio de la Fundación Anar, casi la mitad de los abusos a menores los cometen familiares, y el padre es el responsable en un 23% de los casos. Los efectos psicológicos son devastadores.

Los estados de ansiedad de H. y las autolesiones aumentaron hasta que un día estalló. Su madre y su hermano pequeño se habían marchado a Marruecos a visitar a su abuela. Su hermano mayor estaba independizado y el mediano la telefoneó para decirle que estaría fuera el fin de semana. Iba a quedarse sola con su padre. La llamada fue justo antes del entrenamiento de taekwondo, su actividad favorita, su vía de escape. Aguantó la clase como pudo, pero después sufrió un ataque de ansiedad que no había forma de calmar. La llevaron al hospital. Animada por su entrenador y una amiga, habló. “Esa noche dormí lo que no había dormido en un año”, recuerda. “Llegó la policía y detuvieron a mi padre. Los médicos hablaron con mi familia. No podía ni mirarlos a la cara”.

H. dice que su familia la apoyó automáticamente, que su padre nunca regresó a casa. Pero aquello no la liberó de su angustia. “No podía con tanta presión. Intenté suicidarme, me autolesionaba. Por una parte, me sentía bien por haberlo dicho, pero por otra me afectó muchísimo. Estuve meses ingresada en salud mental, me atendieron psicólogos, psiquiatras, desarrollé un trastorno límite de la personalidad, un trastorno de estrés postraumático, continuaba mi trastorno alimenticio”, relata. “Mi familia venía a visitarme. Yo salía, volvía a recaer, volvía a entrar. Así todo el rato”.

Dejó atrás ese dolor, pero le horroriza que su padre siga libre. Tras su detención, solo pasó 40 días en prisión. Quedó en libertad provisional y se marchó a otra localidad, con obligación de comparecer en el juzgado cada 15 días.

Tres años después, cuando H. empezaba a recomponer su vida, la citaron para el juicio. Se celebró el 12 y el 13 de marzo del año pasado, justo antes de que el país se parara. Ella se sentó tras un biombo y contó el infierno que había sufrido. “Salí contenta, sentí que los jueces me escuchaban”. La Audiencia Provincial de Granada condenó a Elaid B. a 15 años por agresión sexual continuada en una sentencia fechada el 30 de abril, le impusieron otros 10 años de libertad vigilada cuando saliera de prisión, una orden de alejamiento durante 20 años y fijaron una indemnización de 10.000 euros para su hija.

Orden de detención

La sentencia es firme porque el Tribunal Superior de Justicia de Andalucía confirmó la pena en diciembre y su padre no recurrió: no es posible dar con él desde el 8 de julio, cuando el juzgado de Crevillente (Alicante) en el que firmaba comunicó que había dejado de hacerlo, según fuentes del Tribunal Superior andaluz. Dos meses después, la Audiencia de Granada ordenó a la unidad de policía judicial que lo localizara. Y esta semana, otros cinco meses después, remitió a Fiscalía un informe para que valore si debe emitirse una orden de búsqueda y captura internacional.

H. no entiende la lentitud del proceso y clama contra los “procedimientos judiciales que alargan el sufrimiento de las víctimas”. Se ha sentido sola tirando del carro. “Le di a mi abogada de oficio la dirección en que me dijeron que estaba y la comunicó al juzgado. He pasado meses llamando a la Audiencia: cuando supe que estaba en Marruecos, alerté de que era imposible que estuviera firmando cada 15 días, y comprobaron que era así. He llamado un montón de veces a la policía, he dado direcciones donde me dicen que está, y no sirve para nada. Es vergonzoso tener que estar pendiente de que se haga justicia”, se queja. “Dije que me daba miedo que se fuera a Marruecos porque mi tío es policía y le será fácil esconderlo; que era posible que vendiera nuestra casa allí. Y es exactamente lo que ha hecho”.

Manuel Cancio, catedrático de Derecho Penal en la Universidad Autónoma de Madrid, defiende que la autoridad judicial debe actuar “con inmediatez”. “La realidad es que tenemos un colapso en los juzgados: hay falta de jueces, de funcionarios, de espacio, los tiempos se alargan mucho más que en otros países de Europa”, apunta. No entra en este caso en concreto, pero sí sostiene que en situaciones de este tipo deben valorarse dos factores: los años de condena y el riesgo de sustracción. Si la pena es elevada y hay arraigo en otro país es habitual que se dicte prisión preventiva. Algo que no sucedió en este caso.

H. se mudó a Francia con su familia hace unos meses. Ahora quiere formarse allí como monitora deportiva. Pero no vive tranquila. No puede porque la sombra de su padre, libre en algún lugar, la persigue.

Justicia para aliviar el dolor de las víctimas

Pilar Polo, psicóloga de la Fundación Vicki Bernadet, especializada en abusos a menores, recalca que cada persona busca algo diferente del sistema judicial. Hay para quienes lo fundamental es poder hablar por fin de lo que les pasó, dice. Quienes solo quieren que paren los abusos, pero no que alguien a quien aprecian vaya a prisión, algo que sucede sobre todo con niños más pequeños, explica. Pero los casos como el de H., para quienes es importante que sus agresores paguen por el daño causado y no obtienen respuesta, “se sienten invisibles, como si su dolor no le importara a nadie”. Y deben lidiar con un “sistema judicial muy imperfecto”, con “escasez de recursos, juicios que se demoran hasta ocho años, falta de juzgados especializados y de formación”. “Es importante acompañar a las víctimas. Cuando trabajamos con quienes han sufrido violencia no trabajamos con un caso, sino con su dolor”, reclama.

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Sobre la firma

María Sosa Troya
Redactora de la sección de Sociedad de EL PAÍS. Cubre asuntos relacionados con servicios sociales, dependencia, infancia… Anteriormente trabajó en Internacional y en Última Hora. Es licenciada en Periodismo por la Universidad Complutense de Madrid y cursó el Máster de Periodismo UAM-EL PAÍS.

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