Vivan los tontos

"Siendo tonto uno ve y escucha menos y piensa y se preocupa menos. Le afecta todo menos. Sufre, en definitiva, menos".
© Morgan Housel/Unsplash

Así lo concluyen diferentes estudios realizados durante los últimos años. Hasta entonces la inteligencia había subido en el mundo durante seis o siete décadas, lo que se conocía como el ‘efecto Flynn’, en honor del investigador neozelandés James Flynn. Los estudios sugieren que la caída no es cuestión genética, sino ambiental. No heredamos en los genes, por evolución, o involución, en este caso, el ser cada vez más tontos, sino que nos estamos haciendo -entre las pantallas, que no memorizamos, que no leemos...- más tontos. También apuntan como explicación alternativa que tal vez no somos más tontos sino, simplemente, que los métodos para medir la inteligencia están obsoletos.

Desde que la banda de los friquis tomara el Capitolio estoy obsesionado con la estupidez. Me preocupa, supongo que será el efecto de la pandemia, que el virus de la idiotez se contagie y propague tan fácilmente también y que esa pandilla de red necks tuneados, por ejemplo, sean pronto muchos más y en muchos más países. Tienen más peligro los idiotas que los dogmáticos. Además, como sabemos bien, la estupidez no tiene límites. Pero, al mismo tiempo, cuando pienso en ellos hasta me producen envidia.

Uno puede ser, estar o parecer tonto. Lo primero es crónico; lo segundo, transitorio; lo tercero, circunstancial. También cabe la opción de hacerse el tonto. Momentos en los que, por autoprotección, por propio bienestar o beneficio o por evitar conflictos, se adopta esa postura. Siendo tonto uno ve y escucha menos y piensa y se preocupa menos. Le afecta todo menos. Sufre, en definitiva, menos. Va como flotando por un campo de flores o por un Capitolio haciendo el mamarracho y presumiendo sin pudor de ello en prime time en la CNN. La inteligencia no sólo parece sobrevalorada hoy, sino que empieza a estar, como los estudios que la miden, obsoleta. Pronto, quizá, incluso mal vista. La vida, además, cada vez estoy más convencido, es más feliz cuanto más tonto es uno. Por eso no basta con hacérselo, que alivia provisionalmente pero tiene fecha de caducidad y límites. Ahí el dilema. Hay que serlo.

David López Canales es periodista freelance colaborador de Vanity Fair y autor del libro 'El traficante'. Puedes seguir sus historias en su Instagram y en su Twitter.