Los bomberos provocaban pequeños incendios. Su objetivo era detener -a toda costa- la peligrosa peste de la lectura. La simple tenencia de un libro implicaba una pena mayor: arder junto a las secretas bibliotecas . En un mundo de sospechas y soplones, solo los más obedientes estarían a salvo y así, por efecto, salvarían a sus opresores. Todo un infeliz intercambio.
En Fahrenheit 451, escrita en 1953, una especie de policía secreta era la encargada de privar al hombre del más contundente de los objetos inventados y del más laberíntico de los placeres . Para los perseguidores los libros eran detonantes de tristezas, dudas inacabables y preguntas irresolutas. Dolores y penas en letras y tomos.
A pesar de que en la actualidad cada vez son más escasas y cuestionadas las persecuciones de libros, el mal parece ser otro. La pérdida de interés en la lectura de estos artefactos, hace presumir que vivimos una especie de censura autoimpuesta o -si se quiere- que habitamos un patíbulo de mutilaciones voluntarias. .
Escribió Bradbury una frase que aún me enviste: “Un libro es un revolver cargado”. He tratado de descifrarla de muchas formas. Y aunque la violencia implícita de la expresión podría distraer su verdadero sentido, pareciera entrañar un mensaje más profundo: la redención de la defensa ante la ignorancia.
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