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Abuso y sometimiento: el grito ahogado de las mujeres indígenas

Abuso y sometimiento: el grito ahogado de las mujeres indígenas

CRÓNICAS DE VIAJES

CRÓNICAS DE VIAJES

Mónica Keragama. Saday Aty Zarkuney. Roseli Fiscué. Mama Esperanza Aranda. Remedios Uriana. Mama Jimena Hurtado.

Entre estas mujeres indígenas hay centenares de kilómetros y selvas y ríos y montañas de distancia. Pero las une un vínculo poderoso: ellas se atrevieron a desafiar la manera de ser de las cosas desde hace siglos en sus comunidades, esas estructuras patriarcales que incluso hoy, en pleno 2022, exponen a las mujeres y niñas de muchos de los 115 pueblos indígenas del país a prácticas como el matrimonio infantil, la falta de educación, la mendicidad forzada y la ausencia de protección y justicia en los casos de violencia sexual y física.

Ellas, contra todas las probabilidades, están empezando a cambiar sus historias y las de miles de mujeres que ahora entienden que no hay tradición ni saber ancestral que justifique ninguna violencia en su contra, ni en contra de sus hijas ni de sus nietas. Es una lucha en la que las acompañan muchos hombres de sus comunidades y mujeres no indígenas. Entre ellas, Ángela Maya, una obstinada profesora pereirana que convenció a los emberás de Pueblo Rico (Risaralda) de permitir, por primera vez, un colegio de bachillerato femenino.

De La Guajira de los wayús al Cauca de los nasas, los paeces y los misak, y de la Sierra Nevada de los arhuacos a las selvas de los emberás, reporteros de EL TIEMPO encontraron las historias de las que se arriesgan al rechazo, la exclusión e incluso al castigo físico para mover el cambio en sus comunidades y que exigen, cada vez con más fuerza, que sus voces sean escuchadas. No solo por un país y una sociedad que históricamente han negado a sus indígenas, sino por esos mismos pueblos en los que las mujeres, y también los niños, soportan durísimas condiciones cuya única e inequitativa justificación es que siempre ha sido así.

En la Colombia de hoy, que por primera vez tiene a una indígena como su embajadora ante Naciones Unidas ‒la arhuaca Leonor Zalabata‒ y que ha visto a mujeres, sobre todo del Cauca, proyectarse hacia cargos de liderazgo regional y hasta al Congreso, miles de ellas enfrentan un panorama de pobreza, exclusión y desprotección de derechos que supera de lejos el ya bien difícil entorno con el que normalmente tienen que lidiar los hombres de sus comunidades. Es un cuadro que no es extraño en toda América, de Canadá a la Patagonia.

La desprotección parte, en muchos pueblos, porque las mujeres, sobre todo las de mayor edad, solo manejan unas pocas palabras del español. Eso, en la práctica, les cierra puertas tanto para adelantar sus estudios como para buscar ayuda por fuera de la comunidad cuando es necesario defender sus derechos. En Bogotá, donde cada día se ve a decenas de mujeres y niños emberás mendigando unos pocos billetes y monedas que después serán reclamados o al menos repartidos con sus hombres, nueve de cada diez de ellas no hablan el castellano, según funcionarios del Distrito que han tenido contacto con esa población.

Frente a las cifras nacionales, la deuda en educación con los indígenas es enorme. Pero en esos pueblos, la brecha de género es aún más dramática. Entre los arhuacos, por ejemplo, el 73 % de los hombres saben leer y escribir. Entre las mujeres, ese porcentaje es de apenas el 36 %. Y entre los nasas, en el Cauca, al menos nueve de cada 10 hombres están alfabetizados; en contraste, el 87 por ciento de los analfabetas en esa comunidad son mujeres. El panorama general puede ser aún más grave si se tiene en cuenta que los pueblos de la Sierra Nevada y los del Cauca son de los que, gracias a sus fortalezas internas, han logrado mejor interlocución con el Estado colombiano.

LAS NIÑAS MADRES

El drama del matrimonio y la maternidad infantil, que son descarnadas realidades que se siguen viviendo en las zonas rurales, golpea con más fuerza a las indígenas. Las madres de al menos doce de cada 100 niños indígenas nacidos en el país, según un informe del Dane y el Fondo de Población de Naciones Unidas (Unfpa), también eran niñas: tenían entre 10 y 14 años. Las que se resisten a ser entregadas en matrimonios arreglados por sus padres se exponen a ser castigadas físicamente: entre los emberás que viven en límites entre Chocó y Risaralda, donde muchas recién nacidas son aún víctimas de la brutal práctica de la ablación (la mutilación del clítoris), se suele usar el cepo ​​‒la estructura de madera que inmoviliza a las personas de piernas o manos‒. Las que igual no aceptan esa suerte pero que no encuentran cómo hacer valer su derecho a decidir su vida suelen tomar decisiones fatales. El suicidio fue el camino que eligió una niña wayú de 12 años que estaba embarazada y a la que obligaron a casarse con un hombre de su comunidad que tenía 32 cuando se la llevó a vivir y que, siguiendo la tradición, pagó por ella a su familia con chivos, reses y collares de piedras semipreciosas.

Entre el 2017 y el 2021 ‒no existen datos de los años anteriores‒, Medicina Legal realizó la necropsia por suicidio de 92 mujeres indígenas. La mayoría tenía entre 10 y 17 años.

Desde 2011 hasta 2021, los wayús ha registrado 856 nacimientos en los que la madre tenía entre 10 y 14 años: en uno de cada tres casos ocurridos en la década, la madre era una niña de ese pueblo que, casi seguro, desde su mismo nacimiento estaba destinada a ser vendida en matrimonio.

‘NO SE PUEDE CASTIGAR UNA VIOLACIÓN COMO
SE CASTIGA EL ROBO DE UNA GALLINA’

‘NO SE PUEDE CASTIGAR UNA VIOLACIÓN COMO SE CASTIGA EL ROBO DE UNA GALLINA’

Una de las grandes conquistas de los pueblos indígenas en Colombia, la autonomía de su justicia, consagrada por el artículo 246 de la Constitución de 1991, paradójicamente está poniendo en situación de desprotección a mujeres y niños víctimas de violaciones y abusos sexuales. No solo porque en muchas oportunidades ese tipo de crímenes se ‘armonizan’ en las comunidades con sanciones que pueden resultar incomprensibles o insuficientes para muchos colombianos, pero que han recibido el aval de las cortes Suprema y Constitucional ‒fuete, cepo, trabajo comunitario‒, sino porque las mujeres víctimas rara vez reciben la protección necesaria en este tipo de casos y porque no es inusual que los responsables sigan viviendo incluso en la misma casa donde antes atacaron a sus víctimas.

En el mismo lapso 2017-2021, los registros oficiales hablan de 2.051 exámenes por presunto delito sexual practicados a miembros de pueblos indígenas. De ellos, 1.881 eran mujeres y niñas: la mayoría tenía entre 5 y 15 años, según Medicina Legal. Las otras víctimas eran niños, también casi todos entre los 5 y los 15. Como sucede en todo el país, la mayor parte de los ataques habrían sido perpetrados por un conocido (618 casos) o un familiar (813 casos). Las parejas o exparejas serían responsables de al menos 150 posibles violaciones de mujeres indígenas. Y el subregistro puede ser enorme.

Aunque en las normas ‒casi todas orales‒ que se aplican en los pueblos las violaciones y agresiones sexuales son consideradas un delito grave, son muchas las mujeres indígenas que están reclamando que su justicia, usualmente administrada por hombres, realmente las proteja. Ellas exigen que esos casos vayan a la justicia ordinaria o, al menos, que las víctimas tengan mayor voz en la decisión de cuál justicia asume sus casos. Eso es lo que ha venido impulsando entre los cenúes de Sucre la cacica Margarita Imbeth, quien afirma que si la jurisdicción propia no cumple con la obligación de proteger a las mujeres, “las familias deben tener el derecho de pedir que los casos se vayan para la ‘justicia blanca’ ”. Imbeth, que es la primera de su pueblo en llegar a esa dignidad, dice que proteger a las mujeres de los casos de abuso es una tarea aún pendiente en su resguardo, pero también lograr que tengan menos hijos ‒allí aún se ven familias con 8 o 9‒, que consigan buenas oportunidades de trabajo y que las dejen acceder a cargos de decisión en sus comunidades. “Acá son los hombres los que manejan el poder, y no les gusta que las mujeres sobresalgamos. Muchos todavía creen que nos pueden gobernar como si fuéramos sus hijas y no sus iguales”, sostiene.

Dos departamentos hacia el norte, en Fundación (Magdalena), la profesora arhuaca Saday Aty Zarkuney coincide con la cacica cenú en que en muchos casos la justicia indígena falla en proteger a sus mujeres. “La justicia ordinaria se ha escudado en que hay justicia propia en las comunidades indígenas y esta lo que hace es que oculta la gravedad de los crímenes sexuales. No puedes tratar el robo de una gallina como tratas una violación”, cuestiona Saday.

La embajadora colombiana en la ONU, Leonor Zalabata, defiende la jurisdicción indígena y dice que debe ser fortalecida para, precisamente, poder actuar mejor en defensa de las víctimas de violaciones y otros abusos. “Las violencias sexuales no son solo un problema de mujeres, sino de los hombres, de la masculinidad y sus comportamientos. Las mujeres necesitamos poder tomar las riendas en la solución de estos problemas y poder avanzar en una línea de acuerdo con lo que pensamos como género”, señala. Entre algunos pueblos de la Sierra Nevada, de hecho, las mujeres están exigiendo que los casos de violencia sexual sean juzgados por ellas y no por los hombres de la comunidad.

MAPA DE REGLAMENTOS DE COMUNIDADES INDÍGENAS
En Colombia hay 115 pueblos indígenas. En este mapa les mostramos las normas para sancionar la violación o el abuso sexual de 12 de estas comunidades. Seleccione cada uno de los departamentos de la lista y conozca los procedimientos de justicia vigentes en estos pueblos.
Cesar Atlántico Bolívar Córdoba Sucre San Andrés y Providencia Norte De Santander Santander Boyacá Cundinamarca Caldas Risaralda Quindío Valle del Cauca Huila Guaviare Vaupés Amazonas Caquetá Mapa de reglamentos de comunidades indígenas Magdalena La Guajira Chocó Antioquia Arauca Casanare Tolima Cauca Meta Vichada Guainía Putumayo Nariño

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Así castigan algunas comunidades indígenas delitos como la violación

En Colombia hay 115 pueblos indígenas. En este mapa les mostramos las normas para sancionar la violación o el abuso sexual de 12 de estas comunidades. Seleccione cada uno de los departamentos resaltados y conozca los procedimientos de justicia vigentes en estos pueblos.

Mónica Keragama tiene 20 años y hace parte de una nueva generación de mujeres emberás que se resisten a casarse y a tener hijos a tempranas edades, como es tradición en su comunidad. Ella prefiere estudiar.
Foto: Sergio Acero.

María Violeta Medina Quiscués es una líder nasa que se mueve entre Bogotá y el Cauca. Y no duda en asegurar que, frente a la violencia sexual, a la jurisdicción indígena le ha faltado “una mayor rigurosidad, no solo en cuanto al castigo sino al restablecimiento del que comete estos delitos dentro de la comunidad”. “Solo así se logra reparar a la víctima y que esta no quede desprotegida ni señalada, como actualmente pasa. Ese señalamiento es una de las causas de que no se denuncie ni se visibilice esta realidad. Siento que el movimiento indígena ha venido aplazando la necesidad de tomar cartas con respecto a estas violencias y reconocer que en las comunidades y los resguardos ocurren este tipo de cosas”, afirma.

Las sanciones por este tipo de actos varían de pueblo en pueblo. Entre los kichwas, que habitan en Meta, Casanare y Arauca, quienes cometan ‘faltas graves’, como la violación y el abuso sexual, serán castigados con tres fuetazos y una multa de entre 60.000 y 80.000 pesos. Entre los emberás, la violación de una niña se castiga con 7 años de reclusión o trabajo forzado, pero si es una mujer ‘joven o madura’, el castigo baja a 4 años.

Y entre los paeces, entre Cauca y Huila, se castiga el delito de violación con “cepo, fuete y multa”. “Si la persona vuelve a cometer el delito, se entregará a las autoridades civiles y se la expulsará de la comunidad”, dice un reglamento paez radicado en el Ministerio de Justicia.

Y aunque las normas de algunos pueblos sean estrictas –el castigo más grave implica entregar al responsable a la justicia ordinaria para que el ‘guardado’ (así llaman a los indígenas presos) cumpla la condena en una cárcel del Inpec–, son fuertes las voces que señalan que la aplicación de la sanción depende muchas veces de si se trata o no de un hombre con poder en su comunidad. Eso, afirman mujeres de la Sierra Nevada, es lo que ha pasado con el cabildo gobernador Zawaiko Torres, poderoso líder arhuaco que ha sido denunciado por varias agresiones sexuales.

Las quejas de las mujeres han calado en la Corte Constitucional, que hasta hace poco imponía a rajatabla la jurisdicción indígena en los casos de violaciones y que llegó a tumbar varias condenas impuestas por la justicia ordinaria. En los últimos años ese alto tribunal y también la Corte Suprema han optado por dejar los casos de agresiones sexuales en manos de la ‘justicia blanca’, bajo la tesis de que en muchos de los pueblos no se garantiza el que jurídicamente se conoce como ‘factor institucional’: que las comunidades no solo garanticen que se aplicará su justicia, sino que se protegerán los derechos de las víctimas tanto a reparación como a la no repetición.

Las cortes están frenando también en seco una práctica que se había vuelto usual: que la justicia tradicional reclamara jurisdicción en casos de agresiones en los que las víctimas eran mujeres o niños de las comunidades, al igual que el agresor, pero que no sucedieron en territorios ancestrales.

Mónica Keragama tiene 20 años y hace parte de una nueva generación de mujeres emberás que se resisten a casarse y a tener hijos a tempranas edades, como es tradición en su comunidad. Ella prefiere estudiar.
Foto: Sergio Acero.

Este año, la Corte Constitucional le dijo no al Resguardo Puerto Narre Asociación de Autoridades Tradicionales Indígenas de Miraflores, que pretendía juzgar al indígena William Marín Jiménez por la violación de su hija de 14 años, con quien vivía en Villavicencio. Lo propio hizo la Suprema con el caso de José Wilfredo Palmito Chimens, acusado del delito de acceso carnal abusivo contra una sobrina de 14 años. La agresión ocurrió en un barrio de Cali, pero el Resguardo nasa de Calderas trató, vía tutela, de sacarlo de una cárcel de la capital del Valle y que fuera enviado al Cauca.

“La víctima de violencia sexual, en este caso, es una mujer que para la época de los hechos contaba con menos de 14 años, se encontraba en situación de vulnerabilidad y, además, también fue objeto de presuntas amenazas de su agresor, al que se pretende beneficiar con una justicia tradicional que no se acompasa con los postulados y obligaciones internacionales, así como con los principios de un Estado social y democrático de derecho”, señaló la Corte en su sentencia.

¿Qué responden las autoridades indígenas? La embajadora Zalabata y otros líderes afirman que muchas de las violencias, especialmente la sexual, son un doloroso lastre del conflicto armado, que históricamente ha tenido los territorios ancestrales como uno de sus principales escenarios; y en las mujeres indígenas, a algunas de sus víctimas más indefensas. Desplazamiento, reclutamiento forzado y violaciones y otros abusos como arma de guerra y de control social perpetrados por todos los actores armados, incluso miembros de la Fuerza Pública, las golpearon en el pasado y aún las siguen golpeando en no pocas regiones.

Higinio Obispo, secretario general de la Organización Nacional Indígena de Colombia (Onic), asegura que los abusos sexuales en los pueblos indígenas son producto de “casi seis décadas de violencia han modificado el patrón y la conducta tanto al interior de los pueblos, como de la sociedad que rodea los territorios. La violencia ha ido desmembrando las identidades culturales, la responsabilidad sobre cada una de las personas, porque ha minado los valores en el interior de nuestros pueblos. Entonces, a partir de allí hemos visto estas anomalías de violaciones y abusos”, afirma.

Él asegura que se están dando pasos y que, además, la justicia indígena es expedita, a diferencia de la ‘occidental’: “En Nariño, en el resguardo del pueblo Eperara Siapidara de El Charco, un indígena violó y mató a una mujer. Y la jurisdicción indígena tomó las medidas necesarias. Durante ocho días de investigación y asambleas, definieron que el hombre debía tener una condena de treinta años, una sanción ejemplar, pues en nuestra jurisdicción no contemplamos rebajas de penas ni beneficios”.

jhotor@eltiempo.com

Una mujer camina, con su hija, por la carretera que conduce de Pueblo Bello (Cesar) a Nabusímake: el principal santuario de los arhuacos.
Es una vía arcillosa, en muy mal estado, por la que solo pueden transitar camionetas 4 x 4.
Foto: Julián Espinosa.

CRÉDITOS

Director del especial

John Torres

Editor de Mesa Central

Editor del especial

José Alberto Mojica Patiño

Editor de Reportajes Multimedia

Enviados especiales

Carolina Bohórquez, Ana Cristina Álvarez, Sara Quevedo, Alejandra Bonilla, Loren Valbuena, Eliana Mejía, José Alberto Mojica Patiño, José Luis Valencia y Camilo Castillo

Concepto gráfico e infografía

Sebastián Márquez y Juan Felipe Murillo

Jefe de Diseño

Sandra Rojas

Maquetación

Carlos Bustos y Sebastián Márquez

Realización audiovisual y fotografía

Juan Pablo Rueda, Julián I. Espinosa Rojas, Sergio Iván Acero Yate, Sebastián López, Juan David Cuevas, Brayan Melo Castillo, César Melgarejo

Narración del documental

Valentina Chaparro

Datos

Yaleni Solano y Rafael Quintero

Coordinador de audio

Carlos Solano

Montaje digital

Yaleni Solano

Editor de fotografía

Jaime García

Fotos de archivo

Andrea Moreno, Juan Manuel Vargas, Milton Díaz, Óscar Berrocal, Guillermo González