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El club de las batallas perdidas

La semana pasada se celebró la sesión número setenta y seis de la Asamblea General de la ONU.

La semana pasada se celebró la sesión número setenta y seis de la Asamblea General de la ONU. No soy quién para juzgar cuánto ha hecho por la humanidad esta organización a cargo de convocar a la reunión diplomática más grande del mundo. Además, acaso resulte ingenuo suponer que un organismo neutral va a poder más que la fuerza de cada país para gobernarse. Lo cierto es que, ante un panorama cada vez más desolador, para quienes pertenecemos a una generación que creció en medio del descontento de las quimeras de generaciones pasadas resulta penoso moverse en un mundo que parece haber decretado el fracaso.
Se decreta el fracaso de la izquierda revolucionaria, de la intervención internacional en conflictos políticos de otras culturas, de la distribución equitativa de vacunas a países en desarrollo y pobres. Con la misma certidumbre usan el tono gris los hombres grises que sentencian el presente para hablar del fracaso en el control de las emisiones a la atmósfera. La temperatura del planeta seguirá aumentando, dicen, y los cables de prensa lo replican como si se tratase de una orden: ‘Comuníquese y cúmplase’. Lo que marca el termómetro habrá aumentado más de dos grados antes del 2050, insisten científicos, estudiosos, tecnócratas, expertos.
Porque nos dedicamos a predicar pestes que seguirán a la que estamos padeciendo. A prescribir la incapacidad de los gobiernos en distribuir mejor los ingresos entre los más ricos y los más pobres.
En la ONU hablan también de la creciente polarización entre China y Estados Unidos, se especula sobre el riesgo de otra Guerra Fría, se sentencia lo peor tras la llegada de los talibanes al poder. Y yo me pregunto si no habrá otro club, otro organismo internacional, otra asociación de terrícolas que prefiera apostarles a otras salidas, en lugar de dedicarse al pregón de los infortunios, la debacle como sentencia irreversible de la cual parecería no haber escapatoria.
Ya decía Eurípides que hay que aprender a “esperar lo inesperado”. Resulta irónico que, justo después de padecer la inesperada pandemia, volvamos a las dinámicas predictivas, a la convicción en lo predecible. ¿No llegó, pues, el covid-19 a mostrarnos que la sorpresa está a la vuelta de la esquina? La historia de la humanidad no es un libro escrito en piedra sobre el cual somos personajes de papel con un final previsible. Cada día hacemos una historia individual, pero también colectiva. La historia de nuestras pequeñas batallas singulares, hechas de pérdidas y esperanzas, de miedos y victorias, es también parte de esta historia conjunta de la familia, el barrio, el país donde nacimos, y de la pertenencia a un momento, una simultaneidad en el tiempo y el espacio que nos hermana.
El porvenir está abierto y es impredecible. Vaticinar que para el 2050 ya no habrá peces en el mar es casi como decretarlo: como sentenciarnos a vivir en una profecía autocumplida. El peligro de la fe ciega en el progreso, la predictibilidad, la estadística, la certeza es que nos lleva a olvidarnos de cómo esperar lo inesperado, de cómo estar abiertos a la novedad, la sorpresa, el accidente. A veces es más sano, y también más sabio, recuperar la incertidumbre como un valor intrínseco al ser humano, a la vida y a este mundo.
La vida planetaria, el porvenir son una aventura desconocida, incierta, que podemos escribir, reescribir, borrar y reinventar mientras no nos dejemos atrapar por la lógica progresiva y su costumbre a llevarnos por una ruta que al avanzar le va cerrando el paso a lo inesperado. Hoy más que nunca necesitamos cuestionar el devenir, así como las ideas prefabricadas que tenemos sobre él. A organismos como las Naciones Unidas, que se jactan de promover alternativas, quizá les vendría bien una mirada desde la humildad de quien pregunta, más que de la de quien trae todas las respuestas.
MELBA ESCOBAR
En Twitter: @melbaes
(Lea todas las columnas de Melba Escobar en EL TIEMPO, aquí).
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