A veces me pregunto si es uno quien elige un libro o, al revés, el libro estuvo ahí siempre, esperándonos, aguardando que se produjera un estado que fija, una vez empezada su lectura, arrastrados por el lenguaje, el dejarnos llevar en un encantamiento, temor y temblor.
Apenas empecé a leerlo me di cuenta que debía ir lento, el texto me imponía su propio tiempo, subrayando cada página. Subrayar, es sabido, no sólo constituye una forma de apropiación del texto, es leerse en el mismo, inscribirnos en sus frases, trazar una línea que indica la detención en tal o cual idea a la que, seguro, habremos de volver. Y esto me pasó, me pasa, me sigue pasando al escribir sobre este libro póstumo de su autor.
En este contexto Des Foréts escribe una serie de reflexiones subversivas acerca de ese absoluto del que nadie sabe demasiado: la muerte. Lo que nos induce a reflexionar cuál es el significado que le otorgamos a este misterio. Filosofar, en términos platónicos, es morir. La muerte profundiza la interioridad del alma. Esto, al menos en teoría. Antropólogos, sociólogos, escritores y opinadores al paso no paran con sus discursos.
El modo fragmentario, según Blanchot, desacomoda. En su desconcierto sucede el sismo. Es así: “Cuando escribir, no escribir, carecen de importancia, cambia entonces la escritura, tenga o no tenga lugar. Es la escritura del desastre”. Se trata de escribir como si la escritura misma no importara. Sin embargo, opera como nuestro salvavidas en el naufragio, la coartada que nos justifica ante lo desconocido por venir.
Lejos de un texto melancólico, en un tiempo donde los viejos se esconden y los cadáveres se maquillan, esta memoria de Des Foréts tiene un valor político extremo.
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