Siempre es problemático hablar de “lo nuevo”. Corremos el riesgo de habitar un museo de grandes novedades. Me voy a sostener en este breve relevamiento en lo que consensuamos como un cambio de época: el relevo progresivo de la era analógica por la era digital, de las sociedades disciplinarias por las sociedades de control, del discurso del amo por el (pseudo) discurso capitalista, y sus consecuencias subjetivas en los lazos amorosos. Esta transición fue observada por autores como Gilles Deleuze, Byung-Chul Han, Paul B. Preciado y esbozada con un poder notable de anticipación a su tiempo por Jacques Lacan. La era digital está signada por las redes y los tratamientos farmacológicos del cuerpo, mientras que la era analógica está caracterizada por las paredes, los lugares de encierro como forma de disciplinamiento y los condicionamientos mecánicos del cuerpo.

“Hoy queremos experimentar más que poseer”, sentencia Byung Chul Han. En su libro No-cosas afirma que nuestro mundo digital “no está hecho para la posesión, puesto que en él rige el acceso. Los vínculos con cosas o lugares son reemplazados por el acceso temporal a redes y plataformas”. Efectivamente, no nos interesa acumular CDs, sino acceder al streaming ilimitado, no juntamos DVDs, el Blue Ray ni siquiera llegó a ser popular (a tal punto que muchos lectores no sabrán de la existencia de este último soporte físico de audio y video); nos preocupa nuestra suscripción a las plataformas digitales. Ningún bien de hoy es tan importante como el acceso a una red wifi, que es lo que le da valor a prácticamente todo lo demás. La geografía pierde su complejidad y solo hay dos lugares: uno sin conexión, aislado y lejos de todo, otro que es nuestra casa, el mundo online. El resto es paisaje.

Es una lógica que, salvando las distancias, podemos extender a los lazos amorosos. El poliamor propone que podemos tener la cantidad de amores a los que seamos capaces de suscribirnos. Es una forma neoliberal de la pareja: dentro de la sociedad conyugal, cada uno acumula el capital erótico que sus méritos le permitan, sin otra regulación que el apego a la legalidad.

Los matches de Tinder otorgan no la posesión, pero sí el acceso eventual a un número mensurable de partenaires. Lógica que se extiende al resto de las redes: hay un capital que se mide en función de la cantidad de seguidores y/o contactos online. No se los posee, se tiene acceso a ellos, y es ese acceso el que tiene valor en el mercado sexoafectivo.

La monogamia está en decadencia porque la posesión lo está como forma de lazo. La caída del patriarcado es también la de la posesión del partenaire como forma de vínculo sexoafectivo privilegiado. “Qué ridículo es que pienses que todo es tuyo, inclusive yo”, dice una canción de Babasónicos. Efectivamente, pensar que hoy se posee a alguien es ridículo. Hay un amor que sobrevive sin la posesión. “Para enamorarme no necesito tu consentimiento”, desliza Dárgelos en otra canción. El amor posesivo hoy es denunciado por los feminismos como ese “amor romántico” al que se hace un deber deconstruir. Todo se construye y se destruye tan rápidamente que cuando se posee, ya se perdió. “Uno solo conserva lo que no amarra”, Drexler dixit. El discurso capitalista se consuma tan rápido que se consume. La pareja ya no es una cárcel de oro sino un salvavidas de hielo.

Las estadísticas denuncian que la edad promedio del primer matrimonio (¡entre los que aún se casan!) ha pasado de los 23 en la década de los 50’ a una media urbana de 35 años en nuestros tiempos. Esta dilación está motivada por la necesidad de tener... experiencias. Dilación que puede tomar toda la vida: he escuchado de varones que superan los sesenta años el ya gastado latiguillo de “no quiero compromiso”. El poder masculino que hoy conserva legitimidad no pasa por la posesión, que de todos modos implica un pacto, reciprocidad, deberes y obligaciones, sino por detentar el derecho a la libertad individual. “Los hombres dominan las normas para el reconocimiento y el compromiso. El dominio masculino toma la forma de un ideal de autonomía al que las mujeres han suscripto por medio de la lucha por la libertad en la esfera pública” observa Eva Illouz en su best seller Por qué duele el amor. Hay que extender esta lógica a muchas mujeres, que dentro de una lógica fálica también mensuran su lugar en este neoliberalismo amoroso. Mientras el ejercicio del poder dentro de la pareja por parte de los varones es hoy severamente sancionado, y las mujeres posesivas son tachadas de “intensas”, el derecho a la libertad individual como bien supremo crece entre el electorado joven. La derecha hoy no es “conservadora”, sino “libertaria”.

Hay que decir que esta cultura de la experiencia tiene sus límites... y son los límites subjetivos. Lo que llamo “la esperanza digital” es la idealización de esta posibilidad de deshacerse de los lazos que nos fijan a las cosas y los cuerpos, un ideal de forclusión de lo imposible. La serie Years and Years retrata a una adolescente que busca, ya no transicionar (lo cual no deja de ser una forma tech de extender los límites del cuerpo) sino “digitalizarse”; transformarse en datos binarios y soltar las amarras del cuerpo. Como en varios capítulos de la serie Black Mirror, esta utopía muestra dramáticamente su fracaso.

Entiendo que el término “poliamor” es en sí mismo problemático. Mientras el deseo lleva en su esencia el pasaje de un objeto a otro, el amor se fija, no a un cuerpo, sino a un nombre. “No hay amor sino de un nombre” dice Lacan al final de su seminario sobre la angustia. Bajo la apariencia de la promoción de la libertad, el poliamor promueve en realidad una forma de lazo en extremo reglado, donde toda actividad debe ser informada al partenaire. Literalmente, hay que leer lo “poli”... como policíaco. Este ideal de transparencia lleva a lo que Han denuncia como la muerte de Eros: la forclusión de la opacidad que hace del erotismo algo obsceno, pornográfico. Sin secretos no hay amor.

Las parejas estables padecen esta lógica del acceso: las aplicaciones de mensajería (Telegram, WhatsApp) y las redes sociales hacen del partenaire alguien siempre presente, online y vigilable en el panóptico digital. Está lógica abre las puertas de un infierno poco encantador: la espera ansiosa de la respuesta, la obligación de responder, la inquietud ante el estado “en línea” del partenaire, el empuje al stalkeo.

La era digital supone una lógica de conexión y desconexión que releva al entre-dos de la intimidad. El “visto” como punto de ruptura, el ghosting como final habitual de los encuentros informales son moneda corriente y fuentes de angustia. El otro es tan accesible como frágil es el vínculo. A la mañana podemos no conocer a alguien, a la noche compartir la cama con la misma persona y a la mañana siguiente no saber de ella nunca más sin que medie ritual de despedida alguno. Incluso la misma persona puede reaparecer dentro de un tiempo prolongado sin que medie justificación alguna, así como retomamos una serie dentro de seis meses sin que Netflix nos interrogue por el tiempo transcurrido.

La familia misma como experiencia marca un límite. En análisis de varones se escucha: “podría estar boludeando con minas toda la vida pero así nunca voy a tener un hijo... o voy a estar tan grande que no voy a poder jugar con él”. En las mujeres el límite biológico es directamente dramático. Las técnicas de fertilización asistida --otro elemento de la cultura digital-- en algunos casos funcionan como una suerte de seguro o backup: se financia un plan B mientras la vida transcurre por otros carriles. Las familias que efectivamente se forman padecen igualmente el empuje a la experiencia: “Life is short, have an affair” es la consigna de Ashley Madison, una afamada web de citas para casados. Es también una evidencia que las familias tienen un ciclo: pasada la época de crianza de los hijos, (es decir, consumada la experiencia de la parentalidad) la separación y el regreso a la circulación al mercado amoroso son una salida hoy prevalente.

¿Que proponer desde un análisis en este estado de cosas? Ante todo, coordenadas de la época. No se piensa en el verano cuando cae la nieve, y no se añoran viejos malestares para salir de los contemporáneos. Todo discurso genera sus excluidos, sus puntos de impotencia e imposibilidad. Ante el estallido de las formas ritualizadas del cortejo y la pareja, se abre el campo a los pactos singulares. Un pacto para vivir, que pueda apartarse de la sujeción a los ideales de la época. Más allá de los vaivenes, la búsqueda del amor de pareja persiste en los seres hablantes. El soltero acaudalado, ganador en las redes, padece el no tropezarse con aquella que le haga falta, la bella histérica no se basta con los espejos digitales que la dejan siempre insatisfecha. El varón que se provee de encuentros fugaces vía Grinder desfallece ante la mirada de “ese” compañero de estudios. No hay matches, ni seguidores, ni likes, que puedan suturar la ausencia del Otro del amor. Es una fijación que se padece: la búsqueda del amor que suple la no-proporción sexual.

Para concluir, quiero señalar que la esperanza digital está en el corazón de la aversión que hoy genera nuestra clínica. La denegación de la diferencia sexual, “la falsa utopía de un mundo perfecto”, un nuevo orden donde no padeceremos la no-proporción sexual, no son otra cosa que una expresión, disfrazada de buenas intenciones, del capitalismo digital. “Imposible is Nothing” reza la publicidad de Adidas, y prometen los marines del bien que cuidan por vos las puertas del nuevo cielo. La persecución policíaca a los colegas por parte de quienes sostienen las posiciones de la buena conciencia, donde la cultura de la cancelación releva a la confrontación de argumentos y el debate de ideas, devela su apego al panóptico digital. Como sostuvo Giorgio Agamben, ser contemporáneo no implica aplaudir la época, sino advertir sus opacidades.

Santiago Thompson es psicoanalista. Doctor en Psicología y Magister en Psicoanálisis.