En octubre de 1982, la editorial catalana Bruguera publicaba en la Argentina la primera edición de No habrá más penas ni olvido, de Osvaldo Soriano. Al igual que la casi flamante Cuarteles de invierno, por razones obvias, se conocía más en Europa que acá, y tenía en la solapa --donde habitualmente va la biografía del autor-- una especie de crítica literaria escrita por Ítalo Calvino. En ella, el escritor italiano habla del humor negro que Soriano le imprime a su novela. De la acción vertiginosa que conlleva la narración. De sus diálogos apretados y “chispeantes”. Y de un estilo rápido y seco como si fuera una especie de “Hemingway heroicómico” que sitúa al hincha de San Lorenzo en una línea “diferente” a la de otros autores latinoamericanos, sin especificar quiénes.

El resto del artículo de Calvino, al igual que el prólogo de aquella edición, sufre lo que sufre todo ser europeo –o con ínfulas de tal, lo que es peor-- cuando se le ocurre analizar al peronismo: una confusión palmaria y contundente. Pero la crítica literaria da en el punto. No mucho más de que lo que ensayó Calvino hace falta para contar las maneras, las formas del Soriano escritor. Humorístico. Turbador. A veces sobrio. Otras, sarcástico, pero todos hábitos literarios que se puede rastrear en cualquiera de sus escritos. En su impactante debut con nombre de despedida –Triste, solitario y final--, en la casi contemporánea y anti dictatorial Cuarteles de invierno o en la seminal A sus plantas rendido un león.

Aniversario de la muerte de Osvaldo Soriano

25 años se cumplen hoy sin Osvaldo Soriano, y se podría seguir abundando en las huellas estéticas de su literatura popular. Pero lo más profundo no hubiese sido tal sin el hombre que estaba detrás. Y el hombre que estaba detrás no era más que uno de nosotros, con el plus de saber imaginar, crear y escribir. ¿Qué más sino para ser un escritor del pueblo? Qué más, que recordar que hubo un tiempo en que sus libros se vendían como helados en verano. Que el teatro, pero sobre todo el cine, lo adoptaron como fuente inagotable de historias para contar.

Inserto a fuego en el imaginario argento está el traspaso a la pantalla grande de No habrá más penas ni olvido. Facilitadora de actuaciones memorables como las del delegado municipal Ignacio Fuentes (Federico Luppi), del loco Juan (Miguel Ángel Solá) y del fumigador Cerviño (Ulises Dumont), los compañeros que intentaron salvar las banderas del peronismo en la mítica Colonia Vela, algo que ni Calvino ni el prologuista del libro lograron entender.

Novela clave para evocarlo, claro... necesaria para desentrañar sus intenciones desde la parte hacia al todo. Cierto es que la forma en que el marplatense puso a los personajes en acción dio pié a algunas interpretaciones que, subidas a la ola de la teoría de los dos demonios paradigmática de la década del ochenta y utilizada en favor de la candidatura de Alfonsín en desmedro de la de otro Italo (Luder), intentaron poner al peronismo del momento en ridículo. Pero no es eso lo que aparece cuando se la lee en fino la historia, al margen del prejuicio antiperonista. De una relectura más acorde al propósito del autor, surge que la novela es más bien una impecable síntesis de las diferencias ideológicas que llevaron al enfrentamiento, sin la necesidad de ejercer análisis eruditos, academicistas o sesudos. Están los traidores, y la “oligarquía marxista”. Está el policía bueno, y los malos. Están los peronistas genuinos acusados del bolches, la JP, las manoplas de acero, y los engaños típicos de la derecha en connivencia con la prensa –más actual, imposible— que el bandido Guglielmini, encarnado genialmente por Lautaro Murúa –luego director de Cuarteles de invierno-- prepara ante los suyos: “Ya saben lo que hay que decir. Comunistas, armas, la bomba de la CGT, el atentado –autoinfligido—contra mi auto, y que me salvé porque hay Dios” (pag 72). O el simbolismo sin matices de veinte páginas atrás, cuando el bando reaccionario tirotea el municipio donde se parapetaban los otros, y le pegan al cuadro de Perón que primero se tambalea, y luego cae al suelo. Impecable analogía.

Tampoco podrían captar Calvino y los suyos –lógico-- los Cuentos de los años felices, publicados en 1993. Aquellos en los que el marplatense rescata los entrañables y futboleros años cincuenta –primer lustro, claro— y que, por su talante, da en otro punto clave: no era imprescindible pasar por la academia o la universidad para ser un escritor. Soriano, en rigor, ni siquiera terminó el colegio secundario, pero las vivencias de hijo errante, sensible y observador de padre que trabaja de pueblo en pueblo, logró captar de manera impecable el latir de sus gentes, y volcarlo en páginas sin recursos superfluos.

Primero obrero metalúrgico y embalador de manzanas. Luego “bicho de redacción”, con alto peregrinaje por diarios y revistas –El Eco de Tandil, La Opinión, Primera Plana, Noticias, El Cronista Comercial--, sufrió el exilio al igual que cualquiera que osara ser como él, así de popular, así de querible, así de atrevido. Así de comprometido, como esa pluma que no pudieron callar de arrebato. Que siguió deslizándose sobre papeles en blanco en la París que lo recibió. Ahí están, para quien los quiera ver, sus artículos en la revista Sin censura, en los diarios El país o Le Mondé. O más acá en el tiempo sus inolvidables artículos en PáginaI12. Uno en particular que da por tierra con cualquiera de las acusaciones de gorila que se posaron sobre él. “Mandaba el General y a mí me resultaba incomprensible que alguien se opusiera a su reino de duendes protectores (…) Aquel año en que empezó la tragedia (1955) escuchaba por la radio la `Marcha de la Libertad` y las bravuconadas de ese miserable que se animaba a levantarse contra la autoridad del General. El tipo todavía era contraalmirante y no se sabía nada de él. Ni siquiera que había sido cortesano de Eva. Todavía no había fusilado civiles ni prohibido a la mitad del país. Era apenas un fantasma de anteojos negros que bombardeaba Puerto Belgrano y avanzaba en un triste barco de papel”… escribió por caso en un artículo llamado precisamente “Gorilas”, donde Perón es el bueno; e Isaac Rojas, el traidor.

Vale recordar –pese a sus giros-- para recordarlo bien.