Lucha libre

Perdido por las callecitas de Varanasi, al norte de la India, quiso el azar que el fotógrafo escocés Douglas Irvine se topara con un akhara, escuela-templo donde muchachos entrenan rigurosamente para convertirse en campeones de kushti, “una forma de lucha tradicional antiquísima, que se practica desde el siglo XVI en estas geografías”, a decir del artista. Encandilado por las coreografías que se sucedían frente a su mirada, pidió permiso para fotografiar a los jóvenes, que accedieron de buena gana a ser retratados en plena faena; et voilá su nueva serie, que acaba de editarse en formato libro en Europa. “Los akhara son lugares mágicos”, dice con palpable entusiasmo quien pudo trabar amistad con varones que ejercitan seis días a la semana guiados por un gurú experimentado, siguiendo una exigente rutina que implica, entre otras cosas, una dieta desprovista de alimentos muy picantes o muy ácidos. Cuenta Irvine que, en el último tiempo, esta forma de lucha está en franco declive, “en parte porque el mayor consumo de alcohol de las nuevas generaciones las aleja de este deporte; en parte porque van ganando popularidad gimnasios modernos, similares a los que existen en Occidente”. En miras de que “solo una quinta parte de estos centros de entrenamiento subsisten, siguen operativos”, quiso el escocés generar un registro visual duradero, en blanco y negro, de una práctica que “requiere intensas concentración y disciplina” y que, de puertas adentro, “brinda un lugar pacífico que contrasta con el resto de Varanasi, tenido -dicho sea de paso- como la capital espiritual de la India”. En sus imágenes, el homenaje a la sinfonía de movimientos deviene así documento atemporal del carácter sagrado que rodea al kushti. Y un modo de ayudar: Irvine decidió editar el fotolibro para juntar unos pesos “que pudiera donar a pequeñas entidades benéficas que luchan contra la propagación del covid, que ha golpeado duramente al país”.

Halagos sin medialunas

Una cafetería en Dallas, Texas, optó por un enfoque promocional distinto vía redes, y lejos de publicitar en Tik Tok su amplia variedad de bebidas calientes y frías, sus galletas de chocolate o sus tostadas de aguacate, ha dado curso a una campaña que propone “normalizar la amabilidad”. Dados los millones de visionados que ya se ha apuntado, la idea de La La Land Kind Café –el sitio en cuestión– está probando ser un éxito. Y un pelín incómodo para quienes no encuentren del todo agradable ser interceptados en la calle por anónimos en coche, los empleados y empleadas del lugar, que recorren avenidas para gritarle a gente piropos desde la ventanilla de sus rodados. Piropos corteses, evidentemente, que no llegan al acoso callejero pero que ocasionalmente se le arriman un cachito... “¿Trabajás en Disney? ¡Porque sos una reina!”, “¿Saliste en tal revista de moda? ¡Es que parecés un modelo!”, “Sos bellísimo”, “Que tengas un muy buen día”, algunas de las frases que meseras y camareros motorizados dedican a transeúntes, que parecen recibir encantados –y sorprendidos– los elogios mientras caminan hacia su laburo o su hogar. Ocasionalmente también les obsequian flores; nunca un voucher por un café con leche y dos medialunas, todo sea dicho, que seguramente tendría tantísima mejor acogida. Tampoco les cae el merchandising de La La Land Kind Café: gorras y remeras con slogans del tipo “Make America Kind Again” o la más incisiva, con menos florituras “Don’t be a Dick”. Así las cosas, el espacio está logrando su cometido, cimentando fama viral como la cafetería más amable de Estados Unidos. A los pobres empleados no les queda otra que sonreír aunque tengan un mal día en esta tienda que, según su acta de intenciones, “representa un mundo de ensueño, donde entrás y sentís alegría de vivir, donde la bondad se extiende como pólvora”. Si sus macchiatos y budines están para chuparse los dedos, ni noticias.

Shiba Inu en el centro de la controversia

Destinada a ser inútil, creada como sátira anti-establishment hace unos cuantos años, Dogecoin –la criptomoneda que rinde homenaje al meme del perrito con mala ortografía Shiba Inu– terminó estando entre las mejor valuadas gracias a los reiterados espaldarazos de Elon Musk, magnate que la llevó al estrellato absoluto del mercado cripto con sus sucesivas bendiciones. Lo cual, según detalla un reciente informe del Wall Street Journal, ha generado una peliaguda situación: empresas están librando una batalla sin cuartel por registrar la marca “dogecoin”. Según el mentado artículo, la moneda nació en 2013, creada por una organización sin fines de lucro, la Fundación Dogecoin, que estuvo inactiva durante un tiempo y recién solicitó la propiedad intelectual el pasado agosto. Pero, claro, ha llegado un poquito tarde; nomás intentarlo se ha encontrado con que otras firmas están compitiendo por alcanzar la misma meta, aquello sin mentar los cientos y cientos de proyectos criptográficos que incluyen de algún u otro modo el término “doge”. Entre sus competidores está Moon Rabbit AngoZaibatsu LLC, empresa fundada por Angel Versetti, que hizo actualizaciones al código original y ahora intenta ser propietario del nombre del token en Estados Unidos y la Unión Europea. Y es que, como explica el periódico, una marca comercial permitiría a los dueños obligar a cerrar otros proyectos de cifrado y podría confundir a los participantes del mercado sobre qué marca verdaderamente respalda. Por cierto, también se deja dicho que resulta por lo menos irónico que, en el ecosistema de la criptomoneda, se libren este tipo de batallas: “En esencia, su espíritu es de propiedad compartida. Bitcoin, sin ir más lejos, la criptomoneda original, fue diseñada para que no sea posesión exclusiva de nadie”. Según el especialista en divisas digitales Chris Bendiksen, de la firma CoinShares, no debería sorprender ver tantas escisiones: “Era inevitable que aparecieran imitadores cuando es la naturaleza misma de este espacio”. Como sea, la guerra está planteada, ya se verá cómo se zanja el asunto…

Locuras de corte cinéfilo

En Reims, Francia, un hombre llamado Arnaud Klein acaba de romper el récord mundial tras haber visto 203 veces la misma película. Más precisamente Kaamelott, comedia dramática en clave fantástica que ahonda en nuevas andanzas del rey Arturo y un irreconocible Lancelot. La ¿histórica? jornada se celebró por todo lo alto. Y es que, enterados de su misión, otros fans de distintos puntos de Francia –incluso Suiza– recorrieron largos trechos para acompañar al muchacho en la pequeña, demencial aventura en la que se embarcó el pasado julio. Fueron de la partida, por ejemplo, Nadie y Michel, oriundos de Bastia, que se tomaron un avión a las 4 de la matina para llegar a la proyección. “No lo pensamos demasiado. Estamos viviendo una época tan oscura que nos pareció que era una forma de darle algo de brillo a nuestra semana”, declaró la dupla. También estuvieron presentes, con sus entradas en mano, los padres de Klein, que viajaron desde Lorraine, a más de 200 kilómetros, para estar con su párvulo de 33 pirulos. “Estoy orgullosa de mi hijo, lo que ha hecho es mágico”, ofreció su madre conmovida hasta las lágrimas, mientras su papá bromaba con un amigote que, entre risas y palmadas, le decía: “Felicitaciones, ¡engendraste un loco!”. Uno pensaría que, tras la épica, Arnaud no querría ver el film ni en figuritas. Error: asegura estar esperando con ansias que llegue fin de noviembre, cuando la cinta se editará en blu-ray, para hacerse de una anhelada copia con comentarios del director y escenas inéditas. Tampoco descarta volver al cine para seguir sumando funciones al récord, por mera gula. Hay que decir que Alexandre Astier, realizador, guionista y protagonista de la cinta, supo tempranamente de la misión del joven Klein, a través de Twitter. Dos meses atrás, de hecho, tuvieron un pequeño intercambio en la red del pajarito donde el artista prometió al muchacho que, si prosperaba, “iré algún día a brindarte mi apoyo”. Del dicho al hecho, ningún trecho: el miércoles 15 de septiembre, unos días antes de que Klein marcara el récord, Astier le cayó de sorpresa, ¿y qué hicieron juntos? Chocolate blanco por la noticia: fueron al cine a ver Kaamelott. Por lo demás, lo que empezó siendo un chiste por parte del treintañero y fue ganando tracción gracias a la cobertura de medios locales, no le salió gratarola: además de lo que gastó en tickets, perdió trece kilos. “Nada grave, nada de qué preocuparse”, le quita hierro al asunto el francesito, con la sonrisa de oreja a oreja.