A nuestros héroes hay que honrarlos

El 13 de junio de 1982, la Selección Argentina inauguró en el Camp Nou el Mundial de España. El equipo del Flaco Menotti, con Kempes, Maradona, Passarella, el Pato Fillol, Valdano, intentaba defender el título del 78 mientras, en el confín del mundo, Inglaterra lanzaba su ofensiva final; Puerto Argentino cayó un día después. El equipo alineaba también a Osvaldo Ardiles cuyo primo, el primer teniente José Leónidas Ardiles, había sido el primer piloto argentino caído en combate, cuando su avión fue derribado. Tenía 27 años.

La guerra de Malvinas nunca paró la pelota: siguió el fútbol, lejos de los misiles, las minas antipersonal, el frío polar y los hombres y pibes equipados con pertrechos de la Guerra del 14 ante el imponente ejército de la OTAN. La máxima tecnología y profesionalismo bélico contra el corazón y el sentimiento patriótico. El combate más desigual.

En tierra seguían el fútbol local y los amistosos de preparación para la Copa del Mundo mientras hundían al Belgrano matando a 323 marinos, o mientras se respondía hundiendo al destructor Sheffield, noticias que en el continente parecían sufrirse y festejarse como goles en un arco o en el otro. En la vida real, los cuerpos volaban en pedazos y los aviones bombardeaban. Los jugadores de la Selección vieron al llegar a España que los reportes no eran como los contaban los triunfalistas medios argentinos.

Quienes salimos cada noche a ventanas y balcones a aplaudir a nuestros héroes de hoy, soldados de la salud, será bueno que recordemos después, cuando nos reconstruyamos tras la pandemia, que 650 argentinos dejaron la vida en las Islas, que más de un millar volvieron heridos y mutilados, que varios cientos se suicidaron, y que miles de veteranos esperaron, y aún esperan, que nuestra sociedad les dé el tratamiento de héroes que, a su regreso, era una triste mixtura de indiferencia y olvido.